``Cada día somos la misma cosa'', fue la frase que usó Raúl Castro para despedirse este miércoles, en Caracas, de Hugo Chávez.
Hace poco más de medio siglo Cuba exportaba azúcar, tabaco, ron y algo
de níquel, que había que procesar, por cierto, en Missouri.
Desde mucho antes, el intercambio entre derechos y deberes cuidadanos
transcurría en aquella isla cosmopolita al amparo de presidentes más o
menos coloridos, de quienes se burlaba el pueblo con slogans como ese
que rezaba: ``¿Hasta cuándo van a ser pollos los gallos de Menocal?'' o
que eran sujeto de burlas, como cuando la picardía habanera bautizó a
la fuente de Grau San Martín como ``el bidet de Paulina''. Grau es
recordado en la historia más como el arquitecto de una palangana
gigante con pitorro para facilitar la higiene femenina que como el
protegido de Fulgencio Batista. Sí, ese mismo, el militar que se
mantuvo en la sombra hasta que organizó un golpe de Estado en 1952.
¡Qué tiempos aquellos! ¡Indignarse, coser banderas, esconder armas,
conspirar! El sacrificio, la muerte, todo era válido para preservar la
lenta marcha de la sociedad civil en Cuba. Y es que íbamos despacio
pero despegando como república, cuando ese parejero militar lo echó
todo a perder: según cuenta la historia, que siempre es contada por los
vencedores, Batista no le gustaba a nadie.
La sociedad cubana se puso en pie de guerra. Entiéndase, la sociedad
cubana ilustrada, que la había y que era su clase media, con hijos
estudiando ``a pupilo'' en Europa y en América. La juventud se movilizó
contra Batista. El pobre no tenía un solo seguidor entre los
estudiantes, la vanguardia intelectual y algunos plutócratas. Cuenta la
leyenda que es porque era mulato. El caso es que el descontento, la
ignorancia política y la típica vagancia caribeña, auspiciaron la
creación de un caudillo que le dio a beber a Batista tres tazas de su
propio caldo: Fidel Castro.
Fidel Castro llegó al poder gracias
precisamente a un hábito extendido en Latinoamérica: los golpes de
Estado. Y Cuba entera le confió el destino a otro golpista, tal vez con
más carisma, más rubicundo, tal vez, que Batista. Sólo habían pasado 7
años y los cubanos aplaudían a quien había imitado al individuo a quien
tanto repudiaban: un golpe de Estado.
Los pueblos tienen la
memoria muy corta. Debe ser por eso mismo que Raúl Castro pudo afirmar
tajantemente en Venezuela: ``Cada día somos la misma cosa''. Y es que
con las glorias se olvidan las memorias, pero quien indaga un poco
recuerda que Hugo Chávez fue también un golpista. Chávez se dio el lujo
de fallar en un primer intento, pero ni se quitó el uniforme para
volver a la carga política.
ay tanto parecido entre Venezuela y
Cuba, que da lástima. Da lástima que en pleno siglo XXI una de las
formas más arcaicas de hacerse del poder haya triunfado y que una
fórmula tan sencilla sea la clave del éxito para convertir democracias
defectuosas en mayestáticas tiranías.
Como cubana, me siento
culpable por saber, sin poder hacer nada para impedirlo, lo que le
espera a tanto venezolano. He aprendido una sola lección en este medio
siglo: cuando un jefe de Estado que haya sido golpista pronuncie la
consigna ``Patria o Muerte'', huiré despavorida en busca de un lugar
donde la dencencia y el amor hagan nido y nadie pueda convencerme de
vivir en una sociedad muerta donde la historia se repite como una
incorregible pesadilla.