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De: Alcoseri  (Mensaje original) Enviado: 24/07/2011 16:39
Hace muchos años, vivió en Granada un maese albañil, tan buen creyente, que nunca dejaba de cumplir con los preceptos y festividades señalados por la religión cristiana. Pero su fe sufría una ruda prueba. Sus esfuerzos para conseguir trabajo sólo eran recompensados por un aumento de la pobreza y el hambre que pasaba, habitualmente, su numerosa familia. Una noche, en uno de los pocos momentos que disfrutaba de felices sueños, fuertes golpes dados en la puerta de la mísera casucha lo arrancaron del camastro. Encendió un candil y corrió la tranca que aseguraba la entrada. Como por encanto, su mal humor se transformó en asombro y luego en terror. Frente a él tenía a un monje que le pareció altísimo, cuyo rostro delgado y de una extrema palidez no alcanzaba a cubrir la oscura capucha. -Vengo en tu busca -dijo el monje con voz cavernosa-, sabiendo que eres buen cristiano y que no te negarás a efectuar una tarea que no admite demora. -Estoy a tus órdenes, buen padre -contestó el maese, algo repuesto de la impresión-, siempre que me pagues de acuerdo con el trabajo. -Serás bien recompensado. No tendrás quejas, pero como el asunto requiere cierto secreto, me acompañarás con los ojos vendados. Nada opuso a esta condición el albañil, ansioso como estaba de ganar algunos céntimos. Largo fue el andar por tortuosos caminos, hasta que el monje se detuvo ante la puerta de un sombrío caserón. Rechinó, la cerradura al abrir y gimieron los goznes al cerrar. Un intenso escalofrío sacudió el cuerpo del maese albañil cuando una mano lo tomó del brazo guiándolo a través de un silencioso pasaje. Al quitarle la venda se encontró en un gran patio, escasamente alumbrado. -Aquí -dijo el monje señalando una fuente morisca- harás el trabajo. A tu lado están los materiales necesarios. -¿Qué he de hacer, buen padre? -Una pequeña bóveda, que tratarás de terminar esta noche. La impresión aceleraba el ritmo de su tarea, pero ella requería más tiempo del calculado. El canto de los gallos anunciaba la cercanía del alba, cuando el monje, que no se había apartado de su lado, interrumpió la labor. -Por esta noche es suficiente -dijo-; toma tu paga y deja que te vende los ojos. Te guiaré hasta tu casa. El maese albañil no opuso reparo. Durante el camino de regreso no dejó de apretar la moneda de oro que le entregara el monje. Al llegar, éste le preguntó si al día siguiente estaba dispuesto a finalizar el trabajo. -Vivo para eso, buen padre, pero espero que el pago sea igual al de hoy. -Estaré aquí mañana a medianoche. Y sin decir más, se perdió en la semioscuridad del amanecer. La impaciencia abrumó todo el día al albañil. La curiosidad atormentaba a su buena mujer. Pero de estas preocupaciones no participaba su numerosa prole, que no hacía otra cosa que comer, desquitándose del hambre de muchos meses. Llegada la hora convenida y tomando las mismas precauciones de la noche anterior, volvió el albañil a continuar su obra. Al poner término al trabajo, el monje, cuya voz sonaba más cavernosa, dijo: -Sólo falta que me ayudes a traer los bultos que has de enterrar en esta bóveda. Un nuevo escalofrío sacudió al albañil. La sospecha de que su trabajo se relacionaba con algún asunto macabro lo inmovilizó unos instantes. Sintió erizársele los cabellos. Gruesas gotas de sudor perlaron su frente. Fue necesario un nuevo pedido del religioso para que sus piernas, sacudidas por violentos temblores, pudieran arrastrarlo hasta la última habitación de la casa. Allí, recién el aliento volvió a su alma. Contra lo que esperaba, sólo vio en un rincón cuatro cofres destinados a guardar dinero. Grandes fueron los esfuerzos que debieron realizar para arrastrarlos hasta la bóveda. Una vez depositados allí, fácil resultó cerrarla, cuidando de borrar las señales que delataran su trabajo. Después de entregarle dos monedas de oro, vendarle los ojos y conducirlo por un camino mucho más largo que las veces anteriores, el monje, antes de desaparecer, murmuró a su oído: -Detente aquí y espera a que suenen las campanas de la Catedral. Una terrible desgracia caerá sobre ti y sobre tu familia si antes te vence la curiosidad. Para que ello no ocurriera, grato entretenimiento se proporcionó el albañil con el alegre tintinear de las monedas de oro. Una vez que sonaron las campanas y pudo arrancarse la venda, se encontró a orillas de un ría, desde donde le era fácil volver a su casa. La alegría del buen comer sólo alcanzó a durar dos semanas. Falto nuevamente de dinero y trabajo, su familia volvió a caer en el más mísero estado. Pasaron así algunos meses. Un atardecer estaba sentado frente a su destartalada casa reflexionando sobre su mala suerte, cuando una discreta tosecilla lo trajo a la realidad. Reconoció en el que interrumpía sus meditaciones a uno de los viejos más ricos y avaros que habitaban en la ciudad. -Parece, maese albañil, que no te sonríe la fortuna -dijo el anciano con voz chillona. -Así es, señor; malos son los tiempos que corren. -Entonces, tomarás a bien que te ayude con un trabajillo, siempre está, que me cobres barato. -En cuanto a eso, no tenga temor, no hay en Granada quien trabaje por menos precio. -Por eso te busco, buen hombre. Necesito que me remiendes una casa en forma suficiente como para que no se venga abajo. -Quedo a sus órdenes, señor. -Mañana al amanecer, te vendré a buscar y empezarás tu trabajo. Al día siguiente, el viejo avaro llevó al albañil a un caserón al que apenas sostenían las paredes. Después de recorrer las habitaciones fijando las reparaciones necesarias, llegaron a un patio cuyo centro adornaba una fuente morisca. El albañil se detuvo, meditando, al parecer, sobre el precio que debía cobrar por su trabajo. -Quien habitó aquí -dijo a modo de comentario- se contentaba con bien poco. -Era suficiente para mi inquilino, un viejo y mísero clérigo, muerto hace algunos meses -explicó el avaro-. Se le creía dueño de una gran fortuna, pero, como sabrás, las apariencias engañan. Lo mismo dicen de mí, porque tengo dos arruinadas fincas. -Mucho es lo que hay que hacer y largo el tiempo a emplear. Creo haber encontrado una solución. -Siempre que ella no aumente el precio.. . -Por el contrario. Lo mejor será que habite esta casa mientras la reparo: yo me ahorro el alquiler y usted la mano de obra. La alegría del propietario no tuvo límites. El arreglo le resultaba en esa forma mucho más barato de lo calculado. Al día siguiente los viejos y escasos muebles del albañil fueron trasladados al derruído caserón. Con la mudanza pareció cambiar la suerte de la familia. El hambre huyó de la casa. A la antigua pobreza la reemplazó un bienestar que aumentaba con el tiempo. Tal situación convirtió al maese albañil en propietario de varias fincas, entre las que se incluía el viejo caserón. La Iglesia recibió importantes donaciones. Los pobres, generosa ayuda. Por largos años gozó de sus riquezas y el aprecio de los habitantes de Granada. Un día, sintiendo que la vida lo abandonaba, llamó a su hijo mayor. -Eres mi heredero -dijo- y por lo tanto depositario del secreto de nuestra fortuna. -Si es tu deseo, padre mío -respondió el hijo, cuya pena no alcanzaba a borrar la visión del dinero-, te escucho. Y con voz que parecía un murmullo, el antiguo albañil contó a su primogénito cómo la casualidad lo había llevado al sitio en que había enterrado un tesoro, y del cual solamente había gastado una tercera parte. Cuentos de la Alahambra


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