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RINCÓN LITERARIO: EL PESCADOR Y SU ALMA 3a. PARTE
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: FLAQUIS  (Mensaje original) Enviado: 16/09/2009 09:41
EL PESCADOR Y SU ALMA
Oscar Wilde
 
Tercera parte
 
 

Esa noche, al salir la luna, el joven Pescador trepó a la cima del monte, y esperó bajo las ramas del espino blanco. Allá abajo, a sus pies, se extendía el mar como una rodela de plata bruñida, y la sombra de las barcas de pesca moteaba la bahía de signos que resbalaban por la luz. Un gran búho, de amarillos ojos sulfúreos, lo llamó por su nombre... pero él no respondió. Y un perro negro lo persiguió gruñendo... él lo golpeó con una rama de sauce y el perro huyó lanzando gañidos lastimeros.

Las brujas llegaron a medianoche, volando por el aire como murciélagos.

—¡Whee-ho! —gritaban al tocar tierra—. Aquí hay uno a quien no conocemos.

Olfateaban alrededor, charlaban entre ellas, y se hacían signos.

La joven Bruja, con su roja cabellera al viento, llegó la última de todas. Vestía un traje de tisú de oro, bordado con ojos de pavos reales, y un pequeño birrete de terciopelo verde en la cabeza.

—¿Dónde está, dónde está? —chillaron las brujas cuando la vieron.

Pero ella no hizo más que reír, corrió hacia el espino blanco, tomó de la mano al Pescador y llevándolo a la luz de la luna comenzaron a bailar. Pronto todos estaban bailando.

Giraban juntos vertiginosamente, dando vuelta tras vuelta, y la joven Bruja saltaba tan alto que el Pescador podía ver los tacos escarlata de sus zapatillas.

Entonces, por encima del tumulto de los bailarines, se escuchó galopar un caballo, pero no se veía caballo alguno, y el joven Pescador tuvo miedo.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —gritó la bruja abrazándolo por el cuello a tiempo que le exhalaba su aliento cálido en el rostro.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —volvió a gritar, y la tierra parecía girar bajo los pies del Pescador, y la cabeza le daba vueltas, y comenzó a sentirse dominado por el terror, como si lo estuviera observando un ser maléfico. Al fin advirtió que al pie de una roca, había una sombra que recién no estaba allí.

Era un hombre vestido de terciopelo negro, a la manera española; tenía el rostro pálido, y sus labios eran orgullosos como una flor roja. Estaba reclinado contra la roca, como si estuviese muy cansado, y su mano izquierda jugaba distraída con el pomo de la daga que pendía del cinturón. A su lado, sobre la hierba, había un sombrero emplumado y unos guantes de montar bordados con hilos de oro. Sus manos blancas estaban cubiertas de preciosos anillos y una capa corta le colgaba del hombro izquierdo. El Pescador no podía verle los ojos, porque los velaban sus párpados cansados.

El joven Pescador no podía apartar la mirada de esta figura, como si fuese víctima de un sortilegio. Al fin se encontraron sus ojos, que parecían seguirle dondequiera que los llevara la danza. Entonces escuchó reír a la Bruja, y tomándola de la cintura giraron y giraron locamente.

De pronto, un perro ladró en el bosque, y los bailarines se detuvieron, y fueron subiendo de a dos en dos, para besar las manos del hombre. Mientras lo hacían, una sonrisa se dibujó levemente en sus labios altivos. Pero había cierto desdén en el gesto, y los ojos del hombre continuaban fijos en el joven Pescador.

—¡Ven, adorémoslo! —murmuró la Bruja tironeándolo hacia arriba.

El Pescador sintió un gran deseo de hacer lo que ella le pedía, y la siguió. Pero cuando estuvo cerca de él, sin saber por qué, hizo la señal de la cruz, invocando el Nombre Santo.

Al instante, las brujas emprendieron vuelo chillando como halcones, y el rostro pálido que había estado mirando, se contrajo en con un espasmo de dolor. El hombre se dirigió al bosque y silbó. Un corcel con arreos de plata corrió a su encuentro. El hombre saltó sobre la silla, se volvió, y miró tristemente, por última vez, al joven Pescador.

La Bruja de cabellos rojos también trató de levantar el vuelo, pero el Pescador la sujeto fuertemente por las muñecas.

—¡Suéltame! —gritó ella—. ¡Déjame ir, porque has nombrado lo que no debería nombrarse, y has hecho el signo que no debe verse!

—¡No! —replicó él—. No te dejaré ir hasta que me hayas dicho el secreto.

—¿Qué secreto? —preguntó ella forcejeando como un gato montés y mordiéndose los labios, blancos de espuma.

—¡Lo sabes muy bien! —dijo el joven.

Los ojos de la bruja, verdes como el pasto, centellearon de lágrimas, diciendo:

—¡Pídeme lo que quieras, menos eso!

Pero él se echó a reír, y la sujetó con más fuerza.

Y cuando ella vio que no podía escapar, le susurró al oído:

—¿No te parece que soy tan bella como las hijas del Mar, tan seductora como las que viven bajo las aguas azules?

Y lo miraba cariñosamente, acercando su rostro al del joven.

Pero el Pescador la rechazó frunciendo el ceño, mientras decía:

—Si no cumples la promesa que me hiciste, tendré que matarte por ser bruja falsa y mentirosa.

Ella palideció, tomando el color gris lívido de la flor del árbol de Judas, y estremeciéndose le señaló:

—Será como quieres. Es tu alma y no la mía. Haz con ella lo que se te antoje.

Y se descolgó del cinturón un cuchillito, con mango de piel de víbora verde, para entregárselo. En la hoja centelleaban misteriosas runas.

—¿Y para qué me va a servir esto? —preguntó el Pescador sorprendido.

Ella calló todavía por un instante y una sombra de terror le pasó por el rostro. Luego sonrió extrañamente, sacudió su cabellera reja, y agregó:

—Lo que los hombres llaman la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma. Ponte de pie en la playa, de espaldas a la luna, y con este cuchillo corta, desde tus pies, tu sombra, que es el cuerpo de tu alma, y ordénale que se vaya. Ella así tendrá que hacerlo.

El joven Pescador se estremeció de placer.

—¿Es verdad lo que me dices? —murmuró.

—Es cierto, y quisiera no habértelo dicho nunca —murmuró ella llorando, y se abrazó a sus rodillas.

Pero el Pescador la rechazó de nuevo, y la hizo caer sobre la hierba espesa, luego se guardó el cuchillo en el cinturón, caminó hasta el borde de la cima e inició el descenso.

Y su alma, que estaba dentro de él y había escuchado todo, lo llamó para decirle apesadumbrada:

—Escucha, he vivido contigo todos estos años y siempre estuve a tu servicio. No me arrojes ahora... ¿qué mal te he hecho?

Y el joven Pescador se puso a reír:

—No me has hecho ningún daño pero no te necesito. El mundo es ancho, y hay Cielo e Infierno, y esa sombría mansión crepuscular que se extiende entre ambos. Ve donde se te ocurra, pero no me importunes, porque mi amor me está llamando.

El alma suplicó, plañidera, pero el Pescador, sin hacerle caso, bajó saltando de risco en risco, tan seguro de pies como una cabra. Por fin llegó a la playa amarillenta junto al mar.

Recio y bronceado, como una estatua esculpida por un griego, se alzó sobre la arena, de espaldas a la luna; y, de la espuma, surgieron, llamándolo, unos brazos blancos, y de las olas se levantaron formas indecisas, rindiéndole homenaje. Delante suyo, yacía su sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás, en el aire, colgaba la luna color miel.

Su alma todavía le dijo:

—Si realmente quieres echarme, no me despidas sin corazón. El mundo es cruel, dame tu corazón para llevarlo conmigo.

Pero el Pescador, moviendo la cabeza, sonrió:

—¿Cómo voy a amar a mi amor si te doy mi corazón?

—Sé generoso —insistió el alma —, dame tu corazón, que el mundo es muy cruel y tengo miedo.

—Mi corazón es de mi amor —dijo él—. No seas porfiada y vete.

—¿Y no podré amar yo también? —preguntó su alma.

—¡Ándate, te digo, yo no te necesito para nada!

Y tomó el cuchillo con mango de piel de víbora verde, y recortó su sombra alrededor, a partir de sus pies. Y la sombra se irguió, y quedó en pie delante de él, y era exactamente igual a él.

Dando un paso atrás, el pescador se guardó el cuchillo en el cinturón, y se sintió dominado por un temor que entraba a las honduras de su ser.

—¡Ahora vete! —murmuro—. ¡Que no vuelva yo a ver tu rostro!

—No —dijo el alma—. Es necesario que nos encontremos de nuevo —su voz era llorosa y aflautada, y sus labios apenas se movían al hablar.

—¿Cómo nos encontraremos? —dijo el pescador — ¿No estarás pensando seguirme a las profundidades del mar?

—Todos los años vendré una vez a este mismo lugar y te llamaré—dijo el alma—. Tal vez me necesites.

—¿Para qué te habría de necesitar? —protestó el joven Pescador—. En fin, haz lo que quieras.

Y se sumergió en el agua. Y los tritones soplaron sus caracolas, y la sirenita nadó para encontrarlo, y lo abrazó besándole en los labios.

Y el alma, de pie en la playa solitaria, los miraba. Y cuando desaparecieron en el mar, se marchó llorando a través de las marismas.



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