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RINCÓN LITERARIO: ALAS ROTAS. CAPITULO V
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De: UNA MAS DE MONTERREY  (Mensaje original) Enviado: 17/09/2009 10:20

ALAS ROTAS (1912)

GIBRAN KHALIL

Revisado por: Carlos J. J.

 

CAPITULO V
 
LA TEMPESTAD

 

Un día, Farris Efendi me invitó a cenar en su casa. Acepté, y mi espíritu, hambriento del divino pan que el Cielo había puesto en las manos de Selma, estaba hambriento, sobre todo, de ese pan espiritual que da más hambre a nuestros corazones mientras más comemos de él. Era ese pan que Kais, el poeta árabe, Dante y Safo probaron, y que incendió sus corazones; el pan que la Diosa prepara con la dulzura de los besos y la amargura de las lágrimas.

Al llegar a la casa de Farris Efendi vi a Selma sentada en un banco del jardín, descansando la cabeza en el tronco de un árbol, y con el aspecto de una novia ataviada con su blanco vestido de seda, o como un centinela que custodiara aquellos parajes.

Silenciosa y reverentemente me acerqué a ella, y me senté a su lado. No podía yo hablar, así que recurrí al silencio, único lenguaje del corazón, pero sentí que Selma estaba escuchando mi mensaje sin palabras, y que observaba el fantasma de mi alma en mis ojos.

Al cabo de unos minutos, el anciano salió de la casa y me saludó, con la cordialidad de siempre. Al extender la mano hacia mí, sentí como si estuviera bendiciendo los secretos que nos unían a mí y a su hija.

-La cena está servida, hijos míos -dijo el anciano-; entremos a comer.

Nos levantamos de nuestros asientos y lo seguimos; había ojos de Selma brillaban, pues un nuevo sentimiento se había añadido a su amor, al oír que su padre nos decía "hijos míos".

Nos sentamos a la mesa y disfrutamos de la buena comida y del vino añejo, pero nuestras almas estaban viviendo en un mundo muy lejano; éramos tres personas inocentes, que sentían mucho y sabían poco; se estaba desarrollando un drama entre un anciano que amaba a su hija y quería su felicidad, una joven de veinte años que miraba hacia el futuro con ansiedad, y un joven que soñaba y se preocupaba, y que aún no probaba el vino de la vida, ni su vinagre, y que trataba de llegar hasta la altura del amor y del conocimiento, pero que era incapaz de alzarse a sí mismo. Allí estábamos los tres, sentados a la luz del crepúsculo, comiendo y bebiendo en aquella casa solitaria, custodiada por los ojos de Dios, pero en los fondos de nuestras copas se ocultaban la amargura y la angustia.

Al término de la cena, una de las criadas anunció la presencia de un hombre en la puerta que deseaba ver a Farris Efendi.

-¿Quién es? -preguntó el anciano.

-El mensajero del obispo -dijo la criada. Hubo un momento de silencio, durante el cual Farris Efendi miró a su hija, como un profeta que consultara el firmamento para adivinar su secreto. Luego, dijo:

-Que entre.

Poco después, un hombre, en uniforme oriental, y que llevaba un gran bigote retorcido en las puntas, entró al aposento, y saludó al anciano con estas palabras:

-Su Ilustrísima, el obispo, le ha enviado a usted su carruaje particular; desea tratar asuntos importantes con usted.

El rostro del anciano se ensombreció, y su sonrisa se borró. Tras un momento de honda reflexión, se acercó a mí, y me dijo en tono amistoso:

-Espero encontrarte aquí cuando vuelva, pues Selma disfrutará de tu compañía en este lugar solitario.

Y diciendo esto, se volvió hacia Selma, y al tiempo que sonreía le preguntó a la muchacha si estaba de acuerdo. La joven asintió con la cabeza, pero sus mejillas se tornaron rojas, y, con voz más dulce que la música de la lira, dijo:

-Padre, haré lo posible para que nuestro huésped esté contento.

Selma observó el carruaje que llevaba a su padre a casa del obispo, hasta que desapareció de nuestra vista. Luego, se sentó frente a mí en un diván forrado de seda verde. Parecía un lirio doblado hacia la alfombra de verde césped por la brisa de la aurora. Fue voluntad del Cielo que aquella noche estuviera yo a solas con Selma, en su hermosa casa rodeada de árboles, donde el silencio, el amor, la belleza y la virtud, moraban juntos.

Ambos guardábamos silencio, esperando que el otro hablara, pero no es el lenguaje hablado el único medio de comprensión entre dos almas. No son las sílabas que salen de los labios y de las lenguas las que unen a los corazones.

Hay algo más alto y puro de cuanto la boca puede pronunciar. El silencio ilumina nuestras almas, susurra en nuestros corazones, y los une. El silencio que separa de nosotros mismos, nos hace viajar como en un velero por el firmamento del espíritu, y nos acerca al Cielo; nos hace sentir que los cuerpos no son más que prisiones, y que este mundo es sólo un lugar de exilio transitorio.

Selma me miró, y sus ojos reflejaban el secreto de su corazón. Luego, me dijo, en voz alta:

-Vayamos al jardín, sentémonos bajo los árboles y contemplemos la luna saliendo de las montañas. Obedecí, y me levanté de mi asiento, pero vacilé.

-¿No crees que es mejor permanecer aquí, y esperar a que la luna esté alta e ilumine el jardín? -le dije, y añadí-: La oscuridad oculta los árboles y las flores. No podremos ver nada.

-Si la oscuridad oculta los árboles y las flores a nuestros ojos, no podrá ocultar el amor a nuestros corazones -contestó ella.

Y al pronunciar estas palabras en un extraño tono de voz, Selma volvió la mirada hacia la ventana. Guardé silencio, pesando cada palabra de mi amada y saboreando el significado de cada sílaba. Luego, me miró como si lamentara lo que acababa de confesarme, y trató de alejar esas palabras de mi oído con la magia de sus ojos. Pero aquellos ojos, en vez de hacerme olvidar lo que la joven acababa de expresar, repitieron en la profundidad de mi ser, más clara y eficazmente, las dulces palabras que ya se habían grabado en mi memoria, para toda la eternidad.

Cada belleza y cada grandeza de este mundo es creada por una sola emoción, y por un solo pensamiento en el interior del hombre. Cada cosa que vemos hoy, realizada por pasadas generaciones, fue, antes de adquirir su apariencia, antes de aparecer, un solo pensamiento en la mente de un hombre, o un solo impulso en el corazón de una mujer. Las revoluciones que han, derramado tanta sangre, y que han transformado las mentes humanas para orientarlas hacia la libertad, fueron una idea de un hombre, que vivió entre miles de hombres. Las devastadoras guerras que han destruido imperios fueron un pensamiento que existió en la mente de- un individuo. Las supremas enseñanzas que han cambiado el destino de la humanidad fueron inicialmente las ideas de un hombre, cuyo genio lo distinguió de su medio. Un solo pensamiento hizo que se construyeran las Pirámides, un solo pensamiento fundó la gloria del Islam, y un solo pensamiento causó el incendio de la biblioteca de Alejandría.

Un solo pensamiento acudirá en la noche a la mente del hombre, y ese pensamiento puede elevarlo hasta la gloria, o reducirlo al asilo para locos. Una sola mirada de mujer puede hacer del hombre el más feliz del mundo. Una sola palabra de un hombre puede hacernos ricos o pobres.

La palabra que pronunció Selma aquella noche me suspendió entre mi pasado y mi futuro, como un barco anclado en medio del océano,. Aquella palabra despertó a mi ser del letargo de la juventud, del sueño de la soledad y me lanzó al escenario de la vida, en que la vida y la muerte representan sus respectivos papeles.

El aroma de las flores se mezclaba con la brisa cuando salimos al jardín y nos sentamos silenciosamente en un banco, cerca de un arbusto de jazmín a escuchar la respiración de la Naturaleza durmiente, mientras en el azul del cielo los ojos de lo inefable presenciaban nuestro drama.


(continuación cap. V)

La luna salió desde el monte Sunín y alumbró las costas, las colinas y las montañas. Y podíamos ver las aldeas desparramadas por el valle como apariciones que de pronto surgieran ante algún conjuro de la nada. Podíamos contemplar la belleza de todo el Líbano bajo los plateados rayos de la luna. Los poetas occidentales piensan en el Líbano cono en un sitio legendario, olvidado, puesto que por allí pasaron David, Salomón, y los profetas;.como el jardín del Edén, perdido tras la caída de Adán y Eva. Para estos poetas occidentales, la palabra Líbano es una poética expresión, que asocian a la montaña cuyas laderas están perfumadas por el incienso de los Cedros Sagrados. Les recuerdan los templos de cobre y mármol, erectos, firmes e impenetrables, y los rebaños de ciervos pastando en los verdes valles. Aquella noche, yo mismo vi al Líbano de ensueño, con los ojos de un poeta.

Así cambia la apariencia de las cosas según las emociones, y así vemos la magia y la belleza en las cosas, pero lo que sucede es que la belleza y la magia están realmente en nosotros mismos.

Mientras los rayos de la luna brillaban en el rostro, en el cuello y en los brazos de Selma, parecía una estatua de marfil, esculpida por los dedos de algún adorador de Ishtar, la diosa de la belleza y del amor. Y, mirándome, mi amada me dijo:

-¿Por qué callas? ¿Por qué no me cuentas algo de tu pasado?

Al mirarla, mi mutismo desapareció, y mis labios se abrieron.

-¿No oíste lo que te dije al encaminarnos a este huerto? El espíritu que oye el susurro de las flores y el canto del silencio, también puede oír el estremecimiento de mi alma, y el clamor de mi corazón.

Selma ocultó el rostro en las manos, y me dijo, con voz vacilante:

-Si, te oí: oí una voz que venía del seno de la noche, y un clamor surgiendo del corazón del día.

Y olvidando mi pasado, mi existencia misma, todo lo que no fuera Selma, le repliqué:

-Y yo también te oí, Selma. Oí una música regocijante que vibraba en el aire, y que hizo que todo el universo se estremeciera.

Al oír estas palabras, mi amada cerró los ojos, y en sus labios vi una sonrisa de placer, mezclada con tristeza. -Ahora sé que hay algo más alto que el cielo, y más hondo que el océano, y más extraño que la vida, la muerte y el tiempo. Ahora sé lo que no sabía antes de conocerte... -me susurró suavemente.

En aquel momento, Selma llegó a ser para mí una persona más querida que una amiga, más íntima que una hermana y más adorable que una novia. Llegó a ser un pensamiento supremo; una emoción incontrolable; un hermoso sueño que vivía en mi espíritu.

Nos equivocamos al pensar que el amor nace de una larga camaradería y de perseverante enamoramiento. El amor es el renuevo y el vástago de la afinidad espiritual, y a menos que se cree esa afinidad en un momento dado, no se creará en años, ni en generaciones.

Luego, Selma alzó la cabeza y miró al horizonte, en el que el monte Sunín se encuentra con el cielo.

-Ayer eras como un hermano para mí -dijo- con el que me sentaba calmadamente a charlar, bajo los cuidados de mi padre. Ahora siento la presencia de algo más misterioso y dulce que el cariño a un hermano: un sentimiento de naciente amor que no había conocido, y un temor que al mismo tiempo embarga a mi corazón de tristeza y felicidad.

-Esta emoción que nos llena de temor y que nos estremece cuando traspasa nuestros corazones es la ley de la Naturaleza -respondí- que guía a la Luna alrededor de la Tierra, y al Sol alrededor de Dios.

Enseguida mi amada me puso una mano en la cabeza y me acarició el pelo. Su rostro brillaba, y caían lágrimas de sus ojos, como gotas de roció en los pétalos de un lirio.

-¿Quién creerá nuestra historia? -me dijo-. ¿Quién creerá que en estas horas hemos franqueado los obstáculos de la duda? ¿Quién creerá que el mes de Nisán, que nos unió, es el mes que nos detuvo en el recinto más santo de la Vida? Su mano estaba todavía en mi cabeza mientras decía esto, y no habría cambiado esa mano por una corona real, ni por una guirnalda de gloria; nada me parecía más valioso y amable que aquella hermosa y suave mano, cuyos dedos jugueteaban con mi pelo.

-La gente no creerá nuestra historia -le dije-, porque no sabe que el amor es la única flor que crece y florece sin el concurso de las estaciones; pero ¿fue realmente el mes de Nisán, que nos reunió, y es esta hora la que nos ha suspendido en el recinto más santo de la Vida ¿No es la mano de Dios la que nos acercó, y la que hizo que seamos prisioneros uno del otro, hasta que terminen nuestros días y todas nuestras noches? La vida del hombre no empieza en el seno materno, y nunca termina con la muerte, en la tumba; y este firmamento, lleno de luz de luna y de estrellas, no está ayuno de almas que se aman, ni de espíritus intuitivos.

Al retirar Selma la mano de mi pelo, sentí una vibración eléctrica en las raíces de los cabellos, y la sensación se mezcló a la suave caricia de la brisa nocturna. Y como un devoto que recibe la bendición divina al besar el altar, en su santuario, tomé la mano de Selma, y mis ardientes labios depositaron un largo beso en ella, y aún ahora el recuerdo de aquel beso funde mi corazón y su dulzura me extasía.

Transcurrió así una hora, y cada minuto de ella fue un año de amor. El silencio de la noche, la luz de la luna, las flores y los árboles nos hicieron olvidar toda la realidad que no fuera el amor, cuando, de pronto, oímos el galope de unos caballos y el chirrido de las ruedas de un carruaje. Despertados de nuestro placentero arrobamiento, y vueltos bruscamente del mundo de los sueños al mundo de la perplejidad y de las penas, nos dimos cuenta que el anciano había regresado de su visita. Nos levantamos de nuestros asientos, y caminamos por el huerto, para salir a su encuentro.

Al llegar al carruaje a la entrada del jardín, Farris Efendi bajó de él, y caminó lentamente hacia nosotros, con la cabeza inclinada hacia adelante, como si estuviera llevando una pesada carga. Se acercó a Selma, le colocó las manos en los hombros, y la miró profundamente. Las lágrimas corrían por el arrugado rostro del anciano, y sus labios temblaban con forzada sonrisa triste. Con voz quebrada por la emoción, le dijo

-Amada Selma, hija mía, muy pronto, te alejarán de los brazos de tu padre, para que vayas a los brazos de otro hombre. Muy pronto el Destino te arrancará de esta solitaria casa, y te llevará al espacioso mundo, y este jardín perderá la presión de tus pasos, y tu padre será un extraño para ti. Ya está decidido. ¡Que Dios te bendiga!

Al oír estas palabras, el rostro de Selma se ensombreció, y sus ojos se helaron, como si hubiera sentido una premonición de la muerte. Luego, lanzó un grito, como un ave a la que se abate un tiro, y con visible dolor, temblando, dijo, con voz quebrada:

-¿Qué dices? ¿Qué quieres decir? ¿Adónde me vas a enviar? -Luego, miró a su padre como tratando de descifrar su secreto. Un momento después, dijo: - Comprendo. Lo comprendo todo. El obispo te ha pedido mi mano, y ha preparado una jaula para este pajarillo de alas rotas. ¿Es ese tu deseo, padre?

La respuesta del anciano fue un profundo suspiro. Condujo a Selma al interior de la casa, con ternura, y mientras, yo permanecía de pie en el jardín, sintiendo que la perplejidad me invadía en oleadas, como una tempestad sobre las hojas de otoño. Luego, los seguí hasta la sala, y para evitar una escena molesta, estreché la mano del anciano, dirigí una larga mirada a Selma, mi hermosa estrella, y salí de la casa.

Cuando iba yo llegando al extremo del jardín, oí la voz del anciano que me llamaba y me volví para ir a su encuentro. Me tomó de la mano y se disculpó.

-Perdóname, hijo mío. Te he echado a perder la noche con mis lágrimas, pero por favor ven a verme cuando mi casa esté vacía, y me encuentre yo solo y desesperado. La juventud, mi querido hijo, no armoniza con la noche; pero tú tendrás la bondad de venir a verme y de recordarme aquellos días de mi juventud compartidos con tu padre, y me darás las noticias que haya en la vida la cual ya no me contará entre sus hijos. ¿Vendrás a visitarme cuando Selma se vaya y me quede aquí completamente solo?

Mientras el anciano pronunciaba estas tristes palabras, estreché su mano silenciosamente y sentí que unas lágrimas tibias caían de sus ojos hasta mi mano. Temblando- de tristeza y de afecto filial, salí de aquella casa con el corazón inundado de pena. Pero antes de salir alcé el rostro, y él vio lágrimas en mis ojos; se inclinó hacia mí, me dio un beso en la frente.

- ¡Adiós, hijo mío! ¡Adiós! -me dijo.

Las lágrimas de un anciano son más potentes que las de un joven, porque constituyen el residuo de la vida en un cuerpo que se va debilitando. Las lágrimas de un joven son como una gota de rocío en el pétalo de una rosa-, mientras que las de un anciano son como una hoja amarillenta que cae al embate del viento cuando se aproxima el invierno.

Cuando salí de la casi de Farris Efendi Karamy, la voz de Selma aún vibraba en mis oídos; su belleza me seguía como un espectro y las lágrimas de su padre se iban secando en mi mano.

Mi vida fue como la salida de Adán del Paraíso, pero la Eva de mi corazón no estaba conmigo para hacer del mundo entero un Edén. Aquella noche, en que había yo nacido por segunda vez, sentí también que había visto el rostro de la muerte por vez primera

Así, el sol puede dar la vida y matar poco después, con su calor, los sembrados campos.



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