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RINCÓN LITERARIO: NO ES UNICO EL AMOR. FERMIN RODRÍGUEZ LOSADA. PRIMER ACTO. ES. 3, 4 Y 5
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: FLAQUIS  (Mensaje original) Enviado: 18/09/2009 05:28

   

NO ES UNICO EL AMOR

Fermín Rodriguez Losada

 

Escenas 3, 4 y 5 del primer acto

escena 3ª

Doña Carmen.- A ver si esta vez tengo más suerte. Está el servicio imposible. Tantas bases tiene el trabajo que el pobrecito se ha quedado sin asiento y en algunas ocasiones lo dedican al estraperlo de las huelgas. No sé adonde vamos a parar.

(Suena el timbre) 

(Doña Carmen va hacia la puerta y al propio tiempo dice):

Doña Carmen.- ¿Quién podrá ser a estas horas?

(Cuando abre la puerta entra don Gregorio)

escena 4ª

Don Gregorio.- Buenos días, señora. Estoy completamente seguro de que usted no esperaba que yo viniese por esta bendita casa a esta hora del día.

Doña Carmen.- Ciertamente, don Gregorio. No me lo explico, porque usted viene diariamente por aquí, desde que nos conoce,  que es cosa de días, a las siete de la tarde y siempre acompañado de su hijo Carlos.

Don Gregorio.- Efectivamente. Vengo ahora porque he visto, al pasar, a Julia y Carlos en el jardín. Nunca vine a esta casa sin él, ni jamás tuve ocasión de venir solo, pues aun cuando podía hacerlo, siempre temí encontrarme a Julia con usted, lo que habría de impedirnos hablar de cosas interesantes para todos, si bien un tanto delicadas. Parece providencial la oportunidad y aunque voy a visitar a un enfermo, como el caso no es grave ni mucho menos, puede el médico distraerse un poco sin peligro para el paciente.

Doña Carmen (Riendo).- Y en algunos casos bien merecía la pena que continuasen ustedes distraídos en beneficio del enfermo. Siéntese, don Gregorio.

(Se sientan ambos)

Don Gregorio.- ¡No sea usted mala, doña Carmen!

Doña Carmen.- Bien sabe usted, don Gregorio, que es una broma y que en mis palabras no existe la maldad, que algunos la consideran como el arma más resplandeciente de la razón contra la potencias de las tinieblas y de la fealdad y la defienden diciendo que es el espíritu de la crítica y ésta el origen del progreso y de las luces de la civilización. pero dejemos esto y dígame a qué e debe esta visita, que le juro que estoy intrigada.

Don Gregorio.- Pues vengo para hablarle de Carlos. De Carlos... y de Julia. Yo no sé si usted habrá observado algo. En Julia, quizás nada. Carlos está locamente enamorado de su hija. No me lo ha dicho, pero yo lo he comprendido perfectamente.

Doña Carmen.- En realidad, yo no me he dado cuenta. Es tan reservado, tan triste, tan misterioso su hijo.

Don Gregorio.- Pues eso es lo que yo pretendo poner en claro: ese "misterio". Carlos no es hijo mío.

Doña Carmen.- ¿Qué dice usted, don Gregorio?

Don Gregorio.- Lo que usted oye. ¿Lo parece, verdad?. Pues no es así. Ni siquiera le tengo conmigo desde sus primeros años. Hace seis solamente que está en mi casa.

Doña Carmen.- ¿Le recogió usted de quince años?. ¿Cómo es posible que yo no descubriese algún detalle y estuviese tan engañada?.¡Mucho le quiere usted, don Gregorio!.

Don Gregorio.- ¡Más que si fuera de verdad hijo mío!. Y digo esto, aún desconociendo el amor paternal. Yo soy soltero. Viví en Francia varios años. Allí me sorprendió la guerra. Carlos es francés.

Doña Carmen.- Eso ya lo suponíamos. Algo notamos Julia y yo en su modo de hablar; pero como ya nos indicó en otra ocasión que usted había permanecido en Francia desde mil novecientos veinticinco hasta el cuarenta y tres, no concedimos importancia a ese ligero acento de Carlos, apenas perceptible.

Don Gregorio.- ¿Imperceptible!, señora. Carlos ha sido educado por mí con el mayor esmero. Habla el español correctamente y dentro de un año será médico.

 Doña Carmen.- Es muy inteligente. Debe estudiar muchísimo, pero esa tristeza, esa continua preocupación, esa total ausencia de alegrías en un muchacho joven, sano, fuerte...

Don Gregorio.- Eso quiero explicar. Carlos, con sus escasos catorce años y en compañía de su madre, vivió la trágica escena, en el patio de su propio hogar, del fusilamiento de su padre.

Doña Carmen.- ¡Qué horror!. No podrá olvidarlo nunca.

Don Gregorio.- Eso es lo que me temo. Su madre murió un año después atormentada por el recuerdo. Yo vivía de pensión en aquella casa y recogí al niño, al que quería y quiero con toda mi alma. Yo ignoraba el horrible martirio de aquella viuda cuando me instalé allí.

Doña Carmen.- ¿Y quién se lo contó a usted?

Don Gregorio.- El propio Carlos. Su familia residía en la Francia ocupada. Un paracaidista americano, después de pasar la noche oculto en el mismo lugar en que cayó, se encuentra, a la luz imprecisa del amanecer, desorientado y perdido. No reconoce el terreno ni ve a sus camaradas. A lo lejos, una casa de campo. No lo piensa demasiado. Se arrastra y llega a la puerta. Una duda horrible se plantea en su corazón angustiado. ¿Serán amigos? ¿Serán enemigos? Llama con recelo. Abre una mujer joven, la madre de Carlos, y el soldado quiere ver con los ojos de su alma qué efecto produce su presencia. Teme, pero habla al fin: "Soy un soldado americano. ¿Puedo ocultarme aquí?". La mujer no valica, no duda un instante. "Sí, naturalmente".

Doña Carmen.- Podría yo continuar refiriendo el resto. es tan fácil imaginárselo.

Don Gregorio.- Seguramente no, doña Carmen, pues es algo tan sublime como trágico. 

Doña Carmen.- Los enemigos, que han visto el paracaídas abandonado, se dirigen hacia la casa. Encuentran al americano y debe cumplirse aquello que es ineludible en toda guerra: "Todo paisano del país ocupado que oculte a un soldado del bando contrario tiene pena de muerte". ¿No es así?.

Don Gregorio.- Es usted muy perspicaz, y su ingenio, que yo admiro, la lleva a conclusiones muy exactas; pero en este caso hay una segunda parte que usted ni nadie puede adivinar. Después de fusilado el padre de Carlos, continúa la inspección de los alrededores de la granja. El americano, que fue encerrado en un establo, se da cuenta de que éste comunica con una habitación por una ventana. Esta habitación tiene una claraboya y luego...

Doña Carmen (Nerviosa con el relato).- Establo, ventana, habitación, claraboya y... monte.

Don Gregorio.- Exacto. Disparos y exploración minuciosa de los enemigos por aquellas cercanías. El americano se esconde en el bosque. Escucha con el corazón oprimido los pasos, muy próximos, de los perseguidores... 

Doña Carmen.- ¡Pobre chico! ¡Qué cruel es la guerra!. ¿Le encontraron, don Gregorio?. ¡Lo matarían, seguramente!.

Don Gregorio.- Nada de lo que usted piensa. El terreno que separa la casa de su escondite está libre. Vacila un momento, pero otra vez se dirige hacia ella. Unos instantes de espantosa incertidumbre; sin embargo, golpea nuevamente la puerta. Aparece un rostro de mujer, pálido, con las huellas del terror en los ojos bañados en lágrimas. Es la misma, aunque parece otra. Un solo segundo para cambiarse unas miradas. "¿Puedo esconderme aquí?". "Sí, naturalmente".

Doña Carmen.- Maravilloso, don Gregorio, y así se salvó aquel inocente, víctima, como millones de seres, de una guerra la más sangrienta e inútil de todas.

Don Gregorio.- Sí, señora. Le escondió en el mismo armario que la vez primera y, poco después, pudo huir y unirse a sus compañeros paracaidistas.

Doña Carmen.- ¡Una mujer mártir! Un doble dolor, como esposa y como madre. ¡Pobre Carlos! Ahora me explico su infinita tristeza. Parece que sus ojos contemplan en todo momento aquel terrible cuadro. Se queda pensativo mirando a un punto fijo, hacia algo cuya visión no puede borrar de su atormentada imaginación.

Don Gregorio (Poniéndose de pie).- Es mucho lo que sufre, señora; es decir, lo que sufrimos. Yo quiero hacerle feliz. Es mi única preocupación. Por verle dichoso daría muchos años de mi vida. Si ese gran amor, si el cariño de Julia, la dulzura y bondad de su hija hiciesen el milagro, como yo lo espero con toda mi alma, viviría el resto de mi existencia con una inmensa satisfacción y dando continuas gracias al Supremo Hacedor por concederme esto que tanto le pido contantemente.

Doña Carmen (Se pone de pie).- Y yo, desde ahora, uniré mis oraciones a las suyas para que lo que usted desea llegue a ser una realidad y créame que Julia necesita, casi tanto como Carlos, la curación de su espíritu afligido por una gran pena.

(Suena el timbre)

Don Gregorio.- Parece que viene alguien.

Doña Carmen (Que va hacia la puerta para abrir).- No sé si serán ellos.

(Entra Armando con una gabardina colgando del brazo derecho y un maletín de viaje en la mano)

escena 5ª

Armando (Abrazando a doña Carmen).-  ¡Querida tía! ¿Cómo estás?

Doña Carmen.- ¿Cuánto tiempo hace, Armando, que no te veo? ¿Llegas ahora de viaje? ¿Qué tal tus padres y hermanos?.

Armando.- Todos bien, excepto el pobre papá que sigue con sus achaques.

Doña Carmen.- Mira, Armando, te voy a presentar a un buen amigo de esta casa, don Gregorio Álvarez, nuestro médico y que reside en ésta desde hace un mes aproximadamente. ¿Verdad, doctor?.

Don Gregorio.- Quizás lo sepa usted mejor que yo. El día que llegué, a las dos horas de mi entrada en el pueblo, una pura casualidad me hizo entrar  en conocimiento con su amable tía, que necesitó con urgencia y por fortuna sin motivos de importancia, mis modestos servicios.

Armando.- Encantado de conocerle, pero deseando no hacer uso (Riendo) de sus "modestos servicios". Tiene usted un nuevo amigo. (Estrechándole la mano).

Don Gregorio.- Efectivamente que son servicios poco deseados. Yo celebro también poder ofrecerle mi amistad, y como ya mis enfermos me estarán esperando y ustedes tendrán mucho que decirse, me despido de tan grata compañía... y hasta siempre.

Doña Carmen.- Hasta luego, don Gregorio. Que Dios haga que se cumplan nuestros buenos y laudables propósitos.

Don Gregorio (Que va hacia la puerta).- Sería abrir una ventana al sol de la alegría. Adiós, doña Carmen.

Armando.- Usted siga bien.

(Sale don Gregorio)

 

                                                           
     
       

      



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