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Libros: LOS NIÑOS DEL AGUA
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Respuesta  Mensaje 1 de 7 en el tema 
De: Marti2  (Mensaje original) Enviado: 25/07/2012 04:18

LOS NIÑOS DEL AGUA

 
- Los Niños del Agua -
Un relato de Charles Kingsley adaptado
por Tavo Jiménez de Armas
 
Introducción para padres y educadores
 
Me es grato compartir con todos los lectores esta fábula escrita por Charles Kingsley, publicada por primera vez en 1863. Desde que viera la luz se convirtió en un libro muy popular en Inglaterra, siendo considerado un clásico de la literatura infantil de la época victoriana que no perdió popularidad hasta bien entrado el siglo XX.
El cuento original posee un contenido didáctico muy rico, aunque, todo sea dicho, también adolece de los prejuicios propios de un hombre bien asentado en la época que le tocó vivir. Kingsley, reverendo anglicano, muestra en su obra la aversión que siente hacia otros grupos raciales, culturas y religiones, que él siente como inferiores. Todo ello, en sintonía con la sociedad británica de la segunda mitad del siglo XIX, orgullosa de vivir el tiempo más glorioso de su imperio colonizador.
Superando las deficiencias que acabo de mencionar, Los Niños del Agua aporta una visión sobre las durísimas condiciones de vida en la infancia que se acerca a la crítica social de la obra de Dickens. Si bien los tiempos han cambiado y la problemática infantil ya no es la misma en el mundo desarrollado, el mensaje en pos del reconocimiento de las necesidades de los niños sigue completamente vigente. Las precariedades a las que debe enfrentarse Tom, el protagonista del cuento, desgraciadamente son idénticas a las que –actualmente, y para vergüenza de las naciones más avanzadas- se ven obligados millones de pequeños en gran parte del mundo.
En lo que a nuestra sociedad concierne, la percepción que tenemos del mundo infantil precisa de una profunda actualización. Los problemas derivados del caótico ritmo de vida al que estamos enteramente expuestos, en donde el ciudadano es, ante todo, un consumidor, han transformado a las familias en núcleos perecederos, cambiantes, en las que los niños acusan la ausencia de uno de los roles paternos, si no ambos. Es precisamente ahí, donde esta fábula de niños llenos de precariedades físicas y emotivas, revive para nuestra actual sociedad, mísera en educación y gestión de las necesidades intelectuales y emocionales que construyen a los seres humanos íntegros.
La adaptación que aquí presento del relato de Kingsley deja atrás –como es lógico- el pomposo ropaje británico de su autor, lleno de rancio paternalismo y recelo hacia quienes no creen en su reina y su dios. Una vez despojado el texto de todo ello, lo que queda es la esencia del cuento, al que he añadido –a modo de introducción- una libre adaptación del poema El Deshollinador (1789), de William Blake. En él, Blake nos cuenta la desdichada vida de Tom Dacre, un niño limpiachimeneas que –como es obvio- carece de futuro, y al que sólo se le puede ofrecer la esperanza de un paraíso tras la muerte. Su autor expresa, con un sarcasmo que casi pasa inadvertido, una dura crítica a las estructuras culturales, religiosas y económicas que trituran la inocencia infantil en pos de sus inhumanos principios. Estructuras que siguen vigentes en la defensa de sus respectivos propósitos, trabajando cómplicemente hasta lograr un clima de enajenación al que sólo puede sobrevivirse con la educación.
Es en este punto, el de la alienación mental a la que especialmente están sometidos los niños, por las causas antes expuestas, que se hace preciso apostar –más que nunca- por la educación en el hogar. Es entonces cuando la lectura compartida entre padres e hijos cobra mayor sentido.
La Llave Cimarrona que acompaña a Tom -nuestro niño del agua- durante todas sus peripecias, es la clave que le permite abrir la puerta del conocimiento, del cultivo intelectual y espiritual independiente. La llave nos está diciendo que el esfuerzo de los niños ha de ser recompensado con mayores responsabilidades; que la paciente observación de nuestra realidad es primordial para obtener una perspectiva lo más nítida y real de la misma; y, por encima de todas las cosas, que el amor que el niño ha de recibir, en tiempo y dedicación -severa y cariñosamente-, es el nutriente imprescindible que lo transformará en un adulto espiritual y mentalmente sano.
Ninguna entidad puede realizar eficientemente la labor que corresponde a la familia (como quiera que esté compuesta) en el crecimiento de los niños. Hacer dejación de esas sagradas responsabilidades, en lugar de reestructurar las prioridades, es decisión de cada uno. La vida, a través de los ojos de dos hadas, la señora Elquelahacelapaga y Mamá Hazloquequieresquetehagan, nos observa con atención.



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Respuesta  Mensaje 2 de 7 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 25/07/2012 04:19
 
Capítulo 1
 
Érase una vez, no hace mucho tiempo, un poeta que contó la historia de un niño llamado Tom, que no tenía padres que lo amaran, y se ganaba la vida limpiando chimeneas. El pequeño deshollinador lloró cuando le raparon la cabeza, pero un ángel le dijo que se calmara, que ya al menos no tendría que preocuparse de que el hollín tiñera de negro sus rubios cabellos. Ese mismo ángel le mostró una llave dorada que serviría para que todos los niños deshollinadores, un día no muy lejano, dejasen su triste trabajo para vivir felices. La llave tenía por nombre Cimarrona, y servía para entrar a un mundo en el que los niños chapoteaban en las aguas claras de los ríos, bajo un sol radiante, después de haber estado brincando libres por los verdes prados. En ese mundo tenían prohibido habitar las personas que engañaban, prometiendo lo que luego no cumplían. Y aquellas otras que, ante los problemas infantiles, perdían el tiempo mirando el correr de las nubes.
Un primo lejano de ese niño del que nos habló el poeta nació en esas mismas tierras inglesas, y su nombre también era Tom. Al igual que su primo, el oficio de Tom consistía en adentrarse en las chimeneas y dejarlas bien limpias.
En aquellos días se consideraba que las novias que veían a un deshollinador de camino a casarse, tendrían mucha suerte durante los siguientes años. Sin embargo, esa creencia no es sino una tontería tan grande como un estadio de fútbol. Nadie puede recibir suerte de quien lleva una vida tan desgraciada como es la de un limpiachimeneas, obligado a respirar y masticar hollín todos los días.
El pequeño y sucio Tom desconocía que existiese algo tan fabuloso como la Llave Cimarrona, y su vida se limitaba a trabajar en una gran ciudad, de casa en casa, siempre acompañado de su jefe, el señor Roñoso; hombre de mal carácter que lo trataba con absoluto desprecio, obligándole a trabajar con muchísima dureza, y pegándole cuando el niño pedía un poco más de comida.
Por todo lo que os he contado no os extrañaréis si os digo que Tom jamás había escuchado una nana, y desconocía lo que era disfrutar con juguetes. No sabía escribir ni leer, algo que sólo les estaba permitido a los hijos de quienes vivían sin preocupaciones. A él le bastaba con saber hacer bien su trabajo y no morir asfixiado dentro de una estrecha chimenea.
Posiblemente, lo más triste de todo era que Tom había llegado a creer que el mundo marchaba bien, a pesar de que él fuera un desafortunado en manos de un hombre sin escrúpulos. Cada noche, agotado, el pequeño deshollinador se acostaba en una húmeda bodega, sobre sacos de hollín, para soñar con el futuro. Se veía siendo el patrón de niños como él, a los que haría llorar como él lloraba; a los que daría las palizas que él recibía. Así de naturales debían ser las cosas, como naturales son el trueno, la nieve y la lluvia.
Un día como otro cualquiera, pues no había diferencia entre un lunes y un sábado en la mente del niño, el señor Roñoso le dijo que esa noche preparase el burro con todo lo necesario para trabajar, pues saldrían de la ciudad muy temprano. Un duque, rico propietario de una enorme casa en el campo, les requería, pues su limpiachimeneas habitual se había roto la cabezota en un descuido, y la limpieza urgía.
La casa tenía más chimeneas que toda una aldea, y un jardín tan extenso que los ciervos que en él vivían no se conocían unos a otros. Un buen tramo de río atravesaba las tierras pertenecientes al señor de la casa, un hombre al que Tom había visto alguna vez en la ciudad, y del que pensaba que, cada mañana, desayunaba una docena de faisanes y otra de salmones, pues su barriga era ciertamente gigantesca. O, al menos, eso le parecía a Tom, que estaba acostumbrado a ver más huesos que carnes.
Esa noche, cuando los gallos roncaban y el sol -demasiado cansado como para subir por el horizonte- aún dormía como si fuera un inmenso cerdo amarillo, el señor Roñoso despertó a Tom y ambos se pusieron en camino. Mientras su jefe iba a lomos del borrico, Tom hizo el recorrido a pie, llevando los cepillos de limpieza a la espalda.
Cuando amaneció ya hacía un rato que habían dejado atrás la ciudad, y se adentraron en el espeso y verde campo que rodea el polvoriento camino. Aunque caminar con un calzado estropeado e incómodo no era agradable, Tom alivió las molestias echando a volar su mente, siguiendo con la mirada las acrobacias de los pajarillos, e imaginando que se daba un chapuzón en las doradas y musicales aguas del arroyo.
Los pensamientos del chico cayeron a tierra cuando su jefe y él vieron que, más adelante, en el camino, había una mujer joven y alta, de cabello rojizo, descalza, que parecía estar realmente cansada. La alcanzaron, y Roñoso enseñó su mejor sonrisa para invitar a la bella desconocida a subir al burro, pero la chica le respondió que prefería seguir a pie, caminando junto a Tom. La joven le contó al muchacho que ella vivía junto al mar, y aquello le entusiasmó; sobretodo por el modo en que aquella extraña describía el choque de las olas contra las rocas, el sonido de la espuma marina rozando la orilla, y el brillo del sol sobre la piel de los niños que jugaban y se bañaban.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que aquellas palabras acerca del mar fueron la primera nana que Tom había escuchado en su vida. Su mente volvió a soñar por un instante, hasta que los tres llegaron a una fuente y Roñoso se bajó del borrico para beber agua y refrescarse. Ocurrió entonces que el muchacho, queriendo hacer lo mismo, recibió los gritos de su jefe, que no le permitió hacerlo. Agarró con fuerza a Tom por el cuello y lo tiró al suelo. Al ver esto, la bella desconocida clavó su mirada en el miserable Roñoso, al cual dijo en voz alta:
-¡¿No te da vergüenza lo que acabas de hacer?! Que sepas que he visto tu comportamiento desde hace años, Roñoso.
-¿Cómo demonios sabes mi nombre? –preguntó él con cara de sorpresa.
-Eso es lo de menos ahora –dijo la joven pelirroja, señalando con su mano izquierda directamente al rostro del sorprendido señor Roñoso-. Lo importante es que sé de las cosas horribles que has hecho a esta y otras personas, y que si vuelves a ponerle la mano encima a este muchacho, haré que te arrepientas.
Y diciendo esto, el jefe de Tom subió al burro con la intención de dar por acabada una conversación que le disgustaba, pues sabía que la mujer no mentía.
-¡Espera! –le dijo ella-. Tengo algo más que deciros a ambos, pues volveré a veros próximamente. Sabed que quien quiera ser limpio lo será, y quien desee continuar siendo sucio, sucio seguirá. No lo olvidéis nunca.
Acto seguido, la extraña dio media vuelta y se marchó campo a través. Queriendo saber el significado de aquellas últimas palabras, Tom la siguió, pero la mujer había desaparecido como por arte de magia. Roñoso, acobardado por la seguridad con la que la extraña le había hablado -pues ninguna mujer se había atrevido jamás a hablarle así-, no abrió la boca. Prefirió hacer como si nada hubiese ocurrido, y llamó a Tom para proseguir el viaje.
Al cabo de un par de horas llegaron a las tierras del duque. Allí, junto al pórtico de entrada, les esperaba un guardián, el cual les saludó, para luego advertirles de que, de ningún modo, se les ocurriera tomar ni siquiera una simple liebre de las tierras del señor duque. Roñoso le sonrió del modo en que lo hacen quienes se ven descubiertos en sus ocultas intenciones.
Tom, sin embargo, apenas estaba atento al guardián y a su jefe. Lo que había capturado su entera atención era un extraño zumbido que cruzaba el aire a su alrededor, a la sombra de la hilera de esplendorosos árboles que había a cada lado del camino. Descubrió que se trataba de insectos voladores, y preguntó al guardián por ellos, pues nunca antes los había visto. El guardián le respondió atentamente, de un modo al que el niño no estaba acostumbrado. Le dijo que se trataba de abejas. Aunque os pueda sorprender, Tom no sabía qué eran las abejas. El vigilante le explicó que las abejas hacían la miel, pero el pobre deshollinador tampoco sabía de tan delicioso alimento. Roñoso, que estaba molesto por el trato respetuoso que el guarda estaba dispensando a su empleado y sirviente, interrumpió la conversación que tanto interesaba y enseñaba a Tom.
-¡Cierra ya tu maldita boca, chico! –le dijo. Y ahí acabó todo, justo cuando ya estaban frente a la casa del duque, que más bien parecía un puñado de preciosas mansiones bien pegadas unas a otras.
El niño abrió su boca asombrado, pues la casona era, muy posiblemente, una de las construcciones más grandes y majestuosas que nunca había visto. De hecho, contar el número de chimeneas que salían de los tejados era ejercicio imposible para el pobre Tom. A sus ojos, la mansión era como un castillo bajado del cielo, con su fachada llena de ventanas cuyos cristales brillaban como soles. Si bien la entrada a la casa eran unas gigantescas puertas de hierro y bronce, a los deshollinadores no se les permitía acceder por allí, sino por una humilde puertita situada en la parte trasera de uno de los edificios.
Al cabo de unos minutos, dirigidos por el ama de llaves, los limpiachimeneas se habían puesto manos a la obra. A decir verdad, Tom fue quien se dedicó a trabajar, trepando por el interior de las chimeneas, que se unían unas a otras, con serio riesgo de que el niño se perdiera y asfixiara. Con sumo cuidado fue limpiando una y luego otra, hasta que llegó el agotamiento, el hollín cubriéndolo de arriba abajo, la tos y los picores en ojos y nariz.
Mientras tanto, el señor Roñoso aprovechaba para curiosear bajo las sábanas que cubrían pinturas y muebles, colocadas para evitar el sucio hollín. En este entretenimiento estuvo mientras Tom seguía haciendo su trabajo. Pero el niño se equivocó al bajar por una de las chimeneas y vino a salir a un dormitorio. Allí observó maravillado una habitación decorada en blanco, con hermosas cortinas, juguetes repartidos sobre una alfombra muy grande con dibujitos de flores, pequeños vestidos sobre un sillón, y una cama que parecía hecha de nubes y nieve. Tom imaginó que aquella estancia pertenecía a una niña. Y no se equivocaba. Se acercó a la cama y, bajo la colcha, descubrió a la niña más bonita que había visto en toda su corta y lamentable vida. La pequeña durmiente parecía, a sus ojos, que hubiese gastado todos los jabones del mundo, pues su delicada piel y cabellos dorados estaban tan limpios que él llegó a pensar que para lograrlo habría dedicado un año entero, con todos sus días y sus noches. Pensó que eso explicaba el que la niña no se hubiese despertado en el momento en que él entró bajando por la chimenea, pues debía estar agotada de tanta limpieza. También pensó que tenía razón al creer que la mansión en la que estaba procedía del cielo, pues la niña –que debía tener su misma edad- le parecía un ángel.
Mientras esto ocurría, el señor Roñoso se dedicaba –con mucho cuidado de no ser visto- a robar algunos pequeños y valiosos objetos de los muebles de la casa. De entre todos, uno llamó poderosamente su atención. Se trataba de una llavecita dorada que estaba en un cajón en uno de los salones. Le extrañó que objeto tan preciado no estuviese guardado con más seguridad, pero inmediatamente pensó en cuántas noches de juerga y cerveza viviría gracias a aquel pequeño tesoro de oro. Y lo guardó en su roída chaqueta. Viendo que Tom no aparecía por aquella chimenea salió al pasillo y lo buscó en varias estancias.
El pequeño deshollinador permanecía en el dormitorio, disfrutando de la paz que allí se respiraba. Hasta que observó una figura oscura y sucia a unos pasos de donde él se encontraba. Se acercó y, para su tristeza, comprendió que aquella imagen no era sino él mismo, reflejado en un espejo. Le dolió en el alma verse así, tan mugriento, tan diferente a aquella preciosa niña. Apesadumbrado, Tom se dispuso a marchar por donde mismo había venido, pero con tan mala fortuna que tiró el guardafuego, despertando a la asustada chiquilla que –al verlo allí- lanzó un tremendo grito que alarmó al ama de llaves.
En el pasillo estaba Roñoso, que desconocía lo que ocurría, pero se puso nervioso, creyendo que podrían descubrir su mala acción. Al instante, verdaderamente asustado por las consecuencias que pudieran surgir por lo ocurrido con la niña, Tom salió del dormitorio y se encontró con su jefe y el ama de llaves, que corría hacia ellos con cara de pocos amigos. Roñoso no se lo pensó dos veces y colocó la llavecita dorada en el bolsillo trasero del pequeño; si el ama de llaves descubría que faltaban algunos pequeños objetos de plata y oro, lo mejor sería que no se los encontrase encima. Un par de figuritas de plata trató de esconderlas en las bolsas donde se guarda el hollín recogido, pero su mano temblaba y cayeron al suelo, llamando la atención del ama de llaves. La única oportunidad que el cruel Roñoso tenía de evitar que lo llamasen ladrón y lo enviasen a la cárcel, era acusar al niño.
-¡Pero, ¿qué has hecho, mocoso? –le dijo mientras le daba una bofetada- ¿Aprovechabas el tiempo del trabajo para robar al señor duque?!
Habría dado igual que Tom tratase de explicarse y negar semejante acusación. Él lo sabía, y echó a correr como alma que lleva el diablo, sin demasiada orientación, en busca de una salida. Lo consiguió, a pesar de que no dejaban de perseguirle. Incluso soltaron los perros de caza del duque, con el objetivo de prenderlo vivo o muerto. El niño lo tuvo muy difícil, hiriéndose sus pies descalzos en la huida, pero hasta donde yo sé, logró escapar de todos sus perseguidores a campo abierto y alcanzar un arroyo cristalino, junto a grandes rocas y un bosque. Allí decidió parar unos breves minutos, intentando decidir qué haría, a dónde iría. Entretanto, calmaría su sed, descansaría, y refrescaría su cara y sus magullados pies en el agua. Metió las manos y advirtió que el agua estaba muy fría para su gusto, pero aquello no fue impedimento para empaparse con ella la cabeza y meter los pies. Con la cabeza bajo el agua, abrió los ojos y observó, entre las verdes plantas acuáticas, a los pececillos en su ir y venir.
Fue exactamente entonces cuando Tom recordó las últimas palabras que la extraña mujer había pronunciado esa misma mañana, que son las siguientes: Sabed que quien quiera ser limpio lo será, y quien desee continuar siendo sucio, sucio seguirá. Tom, sin ninguna duda, quería sentirse limpio. Y tan ensimismado estaba en esos pensamientos que no se dio cuenta que allí mismo, a sus espaldas, estaba la mujer pelirroja, sonriendo como las dulces mamás cuando cantan una nana.

Respuesta  Mensaje 3 de 7 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 25/07/2012 04:21
Capítulo 2

Si alguien os dijera que ese precioso arroyo no aparece en los mapas, desconfiad. Yo lo he buscado y sé que existe. Puede que quienes niegan su existencia no hayan buscado con la suficiente paciencia.
Pues bien, allí seguía Tom, entretenido, observando el colorido fondo del vivo arroyo. En esto que algo pequeño y luminoso cayó al agua. Era la llave dorada. En realidad, su verdadero nombre era Llave Cimarrona, y pertenecía a la mujer pelirroja que, sin Tom saberlo, lo observaba. Esta mujer tenía nombre, aunque pocos lo conocían. Las hadas la consideraban su reina, pero –simplemente- la llamaban Mamá Carey.
Aunque es bien sabido que las hadas existen desde la misma creación del mundo, algunas personas han empeñado su precioso tiempo en convencer a otras de que esto es mentira. Yo no pretendo convenceros de que sí existen; lo que haré es seguir contándoos todo lo que ocurrió a Tom aquella mañana, después de que huyese al galope de la mansión del duque. Y entre lo ocurrido están las hadas, porque este es un cuento de hadas. ¿Acaso creeríais, mis niños, que yo os contaría un cuento de hadas si las hadas no existiesen?
Como os decía, la llave dorada cayó al agua, y el pequeño deshollinador la vio. El resplandor del oro junto a las piedras llamó poderosamente su atención y, todavía sorprendido por el descubrimiento, se tiró al agua para cogerla.
Al mismo tiempo, y sin que Tom la viera, la reina entró serenamente en el arroyo. Allí, las hadas le preguntaron dónde había estado, a lo que ella respondió así:
-Pequeñas mías, he estado observando. He observado con atención lo que ocurre en el mundo de los humanos. Y, mientras dormían, he susurrado al oído de algunos de ellos cosas que debían conocer. A quienes aún no pueden ayudarse a sí mismos, les he ayudado un poco. Y a un niño llamado Tom, le he hecho llegar la Llave Cimarrona, para que pueda vivir aquí, en el arroyo, con nosotras. Pero no debéis dejar que os vea aún. Primero deberá aprender algunas cosas de los animales submarinos. Vosotras, defendedlo si necesitara ayuda.
Dicho esto, la reina echó a nadar, siguiendo la corriente del profundo arroyo.
En cuanto a Tom, todo lo que puedo decir es que se zambullía, estirando la mano hacia las piedras, tratando con alcanzar la llave. En ese esfuerzo, agotado como estaba, cerró un instante los ojos y algo extrañísimo ocurrió. Es precisamente aquí cuando comienza la parte más maravillosa de esta sorprendente historia. Cuando el pequeño limpiachimeneas abrió los ojos se dio cuenta de que el tamaño de su cuerpo había disminuido, hasta no ser mayor que una cuchara de esas que usamos para tomar natillas. Además, no necesitaba subir a la superficie para tomar aire. En absoluto. Junto a las orejas, camino de las mejillas, le habían nacido branquias. Sí, amigos, branquias como las que tienen las carpas para poder respirar bajo el agua. Y aunque en principio le pareció extraño, enseguida entendió que pocas cosas son más útiles para estar bajo el agua que un par de hermosas branquias.
Estaríais en lo cierto si pensarais que Tom había dejado de ser un sucio deshollinador para convertirse en un niño del agua, porque eso era –exactamente- lo que había ocurrido.
Sí, ya sé que hay una discusión abierta sobre si existen o no los niños del agua. Pero debéis saber que muchos adultos, entre los cuales no hay sabios, suelen dedicar muchas horas a discusiones de ese tipo, completamente inútiles. Hay cosas que son reales aunque no puedan ser demostradas. Y otras que, no siendo reales, son aceptadas como ciertas por millones de personas, y demuestran cuán estúpidos podemos llegar a ser.
Lo cierto es que ahí estaba Tom, antes un niño de la tierra, ahora un niño del agua. Y esto es tan posible como que existen leones, vacas, osos, caballitos, elefantes y erizos, tanto en la tierra firme como en las aguas.
Más vivo que nunca, Tom empezó a sentir lo que era estar limpio. Pero limpio de verdad, como si las hadas le hubiesen quitado un negro caparazón de hollín. Ahora era un anfibio, una criatura que podía vivir tanto dentro como fuera del agua; y la sed, el cansancio, los dolores y heridas de sus pies, desaparecieron por completo. Aunque no fue lo único. La profunda limpieza se llevó consigo cachitos de su memoria. Desaparecieron los recuerdos en los que aparecían palizas, desprecios y llantos. Incluso se borraron de su mente los recuerdos en los que aparecían el señor Roñoso y las cientos de chimeneas que se había visto obligado a limpiar. Toda esa memoria desapareció de Tom como lo hace la oscuridad con la llegada de la luz matinal.
Y comenzó a ser feliz de verdad. El agua ya no le parecía tan fría, y se alimentaba de berros y repollos acuáticos muy vitaminosos. Al poco se movía como pez en el agua entre los bosquecillos del río. Recordad que la altura del nuevo Tom era semejante a una cuchara de natillas, por lo que todo cuanto le rodeaba le parecía de gran tamaño. Para él, un nenúfar era como una enorme y esponjosa cama. ¡Qué gracioso verlo intentando coger una flor que, nada más tocarla, se encogía y cerraba como un pequeño paraguas! Así fue como –observando con atención- comprendió que todo, todo lo que nos rodea, está vivo.
Pero Tom aún se comportaba con poca delicadeza hacia los demás habitantes del río. Y eso hacía difícil que los animales acuáticos confiaran en él, por lo que el niño del agua no tenía con quien jugar. A pesar de que, con esfuerzo, había aprendido el lenguaje de los seres que habitaban el río, por lo que le hubiese resultado fácil tener amigos. La verdad, sin embargo, es que -al igual que muchos niños de la tierra- a Tom le gustaba atormentar a los animales. Era incapaz de comprender que lo que a él le molestaba también era molestia para todas las demás criaturas, y que no estaba bien interrumpir el descanso de los renacuajos, o tirar de la cola a las truchas. No, no estaba nada bien. No era nada respetuoso meter el dedillo en el ojo de un tritón, o zarandear con fuerza a mamá rana, agarrándola por las ancas.
Por aquel entonces Tom se sentía triste por estar solo, pero debía aprender a dejar atrás el mal comportamiento que había aprendido cuando vivía en la superficie. Un buen día, mientras se lamentaba, observó una ninfa que estaba a punto de transformarse. Esta criatura no era muy bonita, todo hay que decirlo, y Tom la observaba subiendo lentamente por un fino tallo de planta que era tan largo que salía del agua, junto a las piedras. La ninfa, a cada movimiento que hacía -ya fuera del agua- se iba desprendiendo de su piel hasta que acabó siendo un animalillo completamente diferente, hermoso, con cuatro alargadas alas transparentes y enormes ojos rojos. El niño del agua quedó maravillado al ver este proceso, y comprendió que así debía ser la transformación de su comportamiento. Aprendió que, al igual que una ninfa se esfuerza por cambiar hasta ser una elegante libélula, él debía aprender a convivir dejando atrás los malos comportamientos aprendidos siendo un niño limpiachimeneas.
A partir de ese día las cosas empezaron a mejorar. Tom se esforzó y no tuvo que avergonzarse más por su forma de tratar a los demás. Incluso se reconcilió con las truchas y jugaba con ellas al pilla-pilla.
Una calurosa mañana, sobre un nenúfar, mientras tomaba un poco el sol junto a su amiga la libélula, Tom escuchó unos ruidos muy extraños que provenían de río arriba. Lo que escuchó, para que lo entendáis, eran unos gemidos y gritos semejantes a los que producirían dos palomas, nueve ratones camperos, un perro salchicha ciego, y dos pares de grillos, dentro de una bolsa cerrada. Empujado por la curiosidad, Tom se acercó y observó que, en realidad, todo aquel escándalo provenía de unas pocas nutrias juguetonas, que correteaban y brincaban entre las piedras y el agua. Pero claro, desde que se zambulló por primera vez en el río, en busca de la preciada Llave Cimarrona, nuestro niño del agua había olvidado casi todo lo que existía sobre la tierra, así que no sabía que las nutrias eran nutrias. Se quedó mirándolas un rato, hasta que una de ellas, la más grandota, se le acercó corriendo. Como las nutrias son cortas de vista, es del todo comprensible que este animal, al ver a Tom, lo confundiera con un tritón. El niño se asustó mucho, pues la nutria era –en comparación con su tamaño- como un oso pardo. El animal le enseñó los dientes y se rascó sus bigotes, pero no tenía intención alguna de atacarle. Le dijo que no temiera, pues únicamente estaba de paseo con sus hijas.
-De quien deberías cuidarte –le advirtió- es de los salmones. Son unos peces más listos y grandes que las truchas. Tú eres muy chiquitín, así que es muy posible que un salmón te coma a ti y, luego, una de nosotras se coma al salmón en un rico banquete.
La nutria soltó una carcajada y se marchó con sus cachorros, dejando a Tom muy intrigado sobre aquellos misteriosos peces. Así que le preguntó a su amiga la libélula, quien le contó que -a su parecer- los salmones tenían muy buena cabeza, pues nacían río arriba, viajaban hasta el mar y, al cabo de los años, regresaban a su lugar de nacimiento.
-Hace falta tener una mente muy bien preparada para hacer lo que los salmones hacen –le explicó la libélula-, pues cuando dejan el ancho mar suben por el río contracorriente, con todos los peligros que eso conlleva, para volver a su origen.
Tom se quedó boquiabierto, pues le parecía que esos peces demostraban ser muy valientes e inteligentes. Y creo yo que el niño tenía razón.
Al cabo de unas semanas ocurrió algo realmente asombroso y decisivo en la vida del niño del agua. Era de noche. Pero no era una noche cualquiera. No. Con aquella oscuridad sucedieron cosas nuevas, al menos para Tom, quien de vez en cuando asomaba la cabeza fuera del agua, viendo cómo el cielo entero se iluminaba seguido de un gran estruendo. Aquel fenómeno, tan normal para los niños de la tierra, era novedoso para él. Se trataba de la primera tormenta de su vida acuática; y el caer de la lluvia, los truenos y relámpagos, le asustaban. Además, el cauce del río aumentó con mucha rapidez, y las anguilas -animales semejantes a las serpientes- comenzaron a salir de sus escondrijos, serpenteando a toda prisa entre las truchas. Se comprende que trataban de aprovechar la crecida del río para dejarse llevar por la corriente hacia el mar, donde vivirían por un tiempo.
Llovía sin cesar, y el río y el cielo se iluminaban con numerosos relámpagos. La corriente de agua se elevaba e, inesperadamente, en medio de toda aquella confusión, asomó por el río la señora nutria, quien viendo el rostro impresionado de Tom, le dijo que se animara, que la tormenta era una oportunidad perfecta para dejarse ir río abajo, hacia el mar, y ver un nuevo mundo. Y exactamente así fue cómo el niño abandonó el arroyo que había sido su hogar. Se despidió de las truchas, pero éstas andaban con la boca llena, comiendo a dos carrillos los gusanos que flotaban en el agua revuelta, y no le prestaron mucha atención. Empujado por la veloz corriente, Tom comenzó el viaje que lo conduciría directamente al océano. Sin que él lo supiera, en todo momento estaba siendo protegido por las hadas que, aunque no tenían permiso para hablarle, sí que tenían encomendado su cuidado.

Respuesta  Mensaje 4 de 7 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 25/07/2012 04:23
Capítulo 3

Si queréis saber cómo se sintió nuestro niño del agua en su recorrido hacia el mar, no tenéis sino que pensar en la emoción que produce deslizarse por un tobogán. En ese imparable descenso, Tom trotaba en el agua como si fuese a lomos del mismísimo dragón de la China, volando entre las nubes.
Cuando amaneció, la tormenta había concluido, y las aguas volvieron a su calma habitual. Y, si bien todavía no había llegado al mar, Tom estaba bien cerca. En aquel tramo del río se encontró con una bandada de salmones. De tamaño mucho mayor que una trucha, un salmón parecía una ballena al lado de Tom. Al observarlos pasar le sorprendió que fuesen tan brillantemente plateados, y que estuviesen llenos –desde la cola a la nariz con forma de gancho- de pequeñas manchitas rojizas. Aunque al niño le hubiese apetecido mantener una agradable conversación con alguno de ellos, todos parecían demasiado ocupados en su objetivo de ir contracorriente, y ninguno lo atendió. Sin embargo, lo que sí hicieron -entre salto y salto- fue sonreírle. La de un salmón no es una sonrisa tan graciosa como la de un delfín, pero lo importante es la intención de ese gesto amable. Nadie puede negar que los salmones son unos verdaderos caballeros y, como tales, saludan educadamente y respetan a las demás criaturas, por diferentes que éstas sean.
A saltos, la majestuosa cabalgata de nobles salmones -impulsados por sus potentes colas plateadas- pasó delante de las narices de Tom, que presenciaba encantado aquel espectáculo. Además, como buen observador, el niño aprovechó aquel encuentro con los salmones para aprender buenos modales. No queriendo distraerlos, les saludaba con la mano y les decía, una y otra vez, ¡cuidado con las nutrias, río arriba! Finalmente, un salmón se le acercó, le dio las gracias por el consejo y, reconociendo que era un niño del agua, le dijo que más abajo, en el mar, había visto a otras criaturas como él. Aquello supuso una gran alegría para Tom, que dio palmas con sus manitas, necesitado como estaba de conocer más niños del agua.
Una vez el salmón se despidió, deseándole la mejor de las fortunas, Tom prosiguió su viaje hacia el mar, sin pausa pero con prudencia. Llegaba la noche y luego el día, así una y otra vez, hasta que el entorno del río era muy distinto al que él había conocido. Asomó su cabecita fuera del agua y allí había embarcaderos, puentes, barcos y marineros. Había llegado al puerto de una ciudad llena de bullicio, carretas, fuertes olores y chimeneas, muchas chimeneas. Por un instante, el niño del agua recordó su penoso trabajo como deshollinador, y volvió a sumergirse, temiendo que algún humano lo atrapase y lo pusiera a trabajar de nuevo en las humeantes chimeneas. Lo que Tom desconocía es que las hadas hacían estornudar a los hombres del puerto, obligándoles a cerrar los ojos, de modo que no podían verlo.
Cansado, pero con ganas de llegar al mar, el niño del agua no permitió que el miedo o los recuerdos del pasado le hicieran volverse atrás. Avanzó y avanzó, hasta que sobre el agua sólo había una espesa niebla y, más allá, una boya roja, zarandeada por el oleaje. El agua, hasta entonces dulce, comenzaba a tener un intenso gusto salado. Además, su cuerpo parecía ser más ligero, pudiendo dar saltos muy elevados fuera del agua. No tuvo ninguna duda, había llegado al ansiado mar.
En las profundidades, Tom se encontró con la variada fauna marina. Incluso vio, por primera vez, una negra foca, de largos bigotes y ojos gigantescos. En lugar de asustarse, el niño la saludó cortésmente:
-¡Hola, señor! –le dijo- ¡qué lugar tan maravilloso es el mar!
-Hola, pequeño –respondió la foca-. Que tengas una buena marea.
Tom nadó hasta la boya, pues aunque sus branquias le permitían respirar bajo el mar, deseaba ver todo desde la superficie. Allí observó a las incansables golondrinas, y el baile de las olas que disipan la niebla. Escuchó el graznido de las gaviotas, y divisó bancos de lubinas y rojos salmonetes. Incluso tuvo el valor de acercarse a un colosal pez luna, uno de esos lentos animales marinos que se parecen a gordos cerdos partidos por la mitad, o a tortillas flotantes. Tom le preguntó si, acaso, sabía dónde estaban los niños del agua. El pez luna, que tiene una boquita tan pequeña como un garbanzo, respondió con voz chirriante, débil y pausada:
-Te aseguro que no lo sé. Me he perdido. ¡Madre mía!, me temo que me he perdido, y todo por seguir este agua tan calentita. Creo que estoy más perdido que el barco del arroz…
El niño vio al pez luna durante todo el día, dando vueltas como un tonto, hasta que un barquito pesquero lo avistó, lo pescó, lo llevó al puerto, y lo vendió a quienes se lo comerían con salsa de tomate y papas.
En fin, que Tom preguntó por los niños del agua a todo bicho viviente, desde langostas a mejillones, pero nadie le dijo algo útil. Hasta que, cómo son las cosas de la vida, pasó el tiempo y ocurrió algo inesperado…
Un día, cuando nuestro pequeño jugaba con una langosta cerca de la costa, una niña caminaba junto a las rocas en compañía de sus hermanos y primos. Se trataba de Eli, la pequeña durmiente a la que Tom había visto en la mansión del duque. La niña parecía muy aburrida, pues un viejo amigo de la familia -profesor nacido en la Polonia de las Indias Orientales- trataba de explicarle no sé qué asunto sobre los crustáceos malacostraca, o los malacostráceos reptantes, algo que aburriría incluso a las amapolas. Fue en ese instante cuando Eli interrumpió la explicación del maestro y le dijo que ella prefería jugar con los niños del agua.
-¿Niños del agua? –preguntó el profesor polaco, lleno de extrañeza- No existe tal cosa, gorrioncito.
-Sí que existen –respondió la niña-. En casa hay un cuadro en el que aparecen niños del agua junto a sirenas, y a una bella señora que navega en una barca tirada por delfines…
-Debes haberte confundido con una esponja, bobita –dijo el anciano-. Sólo lo que puedes tocar con esas preciosas manitas, existe. Lo demás, lo que no siendo real creemos ver, son zarandajas, fantasías sin valor alguno.
Pues bien, en medio de esta interesante charla, Eli -que sólo deseaba jugar libremente- distrajo su mirada, pisó sobre algas muy húmedas, y calló al mar sin que nada pudiera hacerse por ella. En sólo unos instantes, la niña de dorados cabellos se sumergió, sin miedo alguno, en las profundidades marinas.

Respuesta  Mensaje 5 de 7 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 25/07/2012 04:24
Capítulo 4

El pequeño Tom, el niño del agua que había sido un sucio limpiachimeneas, desconocía que la niña de rostro angelicalmente limpio que había visto en la casa del duque había caído al mar. ¿Se convertiría ella también en una niña del agua?, os preguntaréis. Bueno, todo a su debido tiempo.
Ahora lo que nos interesa es saber lo que le sucedió a nuestro Tom, que jugaba entretenidamente al escondite con una langosta, hasta que ésta, oliendo un trozo de pescado, dejó los juegos y se acercó a comer. Es importante que sepáis que las langostas tienen una vista tan, tan mala, que han tenido que desarrollar unas antenas bajo sus ojillos de guisante que les ayude a saber por dónde andan. Esta langosta, además, era un poco despistada, y no se dio cuenta que el trozo de pescado que quería zamparse estaba dentro de un cesto langostero, uno de esos trastos que los pescadores usan para pescarlas. Así que el pobre crustáceo acabó atrapado allí dentro.
Tom, que esperaba por su amiga, viendo que tardaba mucho fue en su busca, y allí la encontró, lamentándose de haber caído tan torpemente dentro del cesto. El niño del agua, que había cultivado su capacidad de observación, echó un vistazo a la trampa para langostas, y pensó detenidamente en un plan para sacar de allí a su compañera de juegos. Debía darse prisa, pues una sombra gigantesca se cernía sobre ellos: en la superficie se adivinaba la silueta del pescador, que comenzaba a tirar de la cuerda atada al cesto. Por un instante, Tom pensó que todo esfuerzo sería inútil, pero no se dejó abatir por esos pensamientos; y, aunque podía elegir alejarse de aquel peligro, rápidamente decidió quedarse a salvar a su amiga. El pescador tiraba y tiraba de la cuerda, y el cesto subía veloz mientras el niño agarraba al crustáceo por la cola. Torpe hasta lo inimaginable, la langosta enganchó sus antenas a la cesta, haciendo más difícil su liberación. Sin embargo, el habilidoso Tom, realizando un formidable esfuerzo, logró sacarla justo cuando el pescador estaba a punto de meter sus manos en el cesto. El crustáceo dio un furioso coletazo al humano y se escabulló hacia las profundidades marinas.
Ahora viene lo más sorprendente de esta parte de la historia. Inmediatamente después de que Tom dejara a su amiga la langosta en lugar seguro, se acercó a la orilla de la playa a descansar un rato, y allí –¡no os lo vais a creer!- se encontró con una criatura igual a él. En efecto, Tom conoció a otro niño del agua, que lo abrazó y le dijo que él y otros muchos niños del agua vivían por allí cerca, y que era muy extraño que no se hubiesen visto hasta entonces. ¿Qué pensáis vosotros? ¿No os parece misterioso que sólo ahora, tras lo ocurrido con la langosta, Tom haya encontrado a otros niños como él? Pues bien, si queréis saber el porqué se han visto ahora y no antes, os recomiendo que leáis este cuento de hadas unas cuantas veces más, y que penséis por vosotros mismos. No es bueno que los niños no se esfuercen por hallar las respuestas, así que, hala, a pensar.
Tom y su nuevo amigo estaban realmente contentos. Juntos fueron en busca de los demás niños del agua, pues todos debían dirigirse a su hogar, la llamada Isla de San Borondón. Cuando Tom vio y escuchó a los más de cien niños y niñas que estaban por esa zona del mar, comprendió que siempre habían estado a su alrededor, aunque él no los había reconocido. Hasta entonces había confundido sus voces con el aletear de los caballitos de mar, y sus cuerpos con los de las gambas. Pero ahora, una vez que había aprendido a pensar en los demás, como demostró al arriesgar su vida por la señora langosta, sí que podía escucharlos y verlos tal cual eran.
Todos de la mano, derrochando felicidad a su paso, los pequeños del agua se dirigieron en una interminable cabalgata hacia la perdida Isla de San Borondón. Juntos recorrieron el arenoso suelo marino, lleno de algas, verdes pastos, estrellas y otras criaturas.
Y aunque Tom había aprendido algunas cosas, otras muy importantes aún eran lecciones por aprender. Se comprende que no era un problema de inteligencia, pues todos los niños son inteligentes, sino de interés. Hay que reconocer que a Tom todavía le divertía hacer gamberradas a los animalillos, no pensando en las molestias que causaba. De modo que, como a veces se comportaba como un mocoso maleducado, las hadas tendrían que hacer algo para remediarlo…
Cuando Tom vio por primera vez la isla donde viven todos los niños del agua, se emocionó. No sabría explicar el porqué, pero algo en su corazón le decía que aquel era su hogar, y el de todos los pequeños que no reciben el cariño y la atención que merecen por parte de sus papás; y el de los niños que nadie ve como sufren, y el de los que son obligados a comportarse como soldados. Aquel también era el tranquilo hogar de todos los pequeños deshollinadores, mineros y tejedores, pues allí nadie abusaba de ellos.
La isla estaba llena de cuevas bajo el mar. Parecía, aunque esta comparación os suene a bobada, un inmenso queso gruyere, con infinitos agujeros donde vivir cómodamente. No creáis que quedaban cuevas vacías, pues los niños de las aguas, los pequeños que no reciben la educación adecuada, los que son despreciados por los adultos, no se cuentan por cientos, sino por miles. Allí, gracias al amor de las hadas, estaban bien protegidos y cuidados. Al frente de todas las cuidadoras se encontraba la señora Elquelahacelapaga, un hada que habitualmente se acercaba a la isla para ver cómo estaban los pequeños y cómo progresaban.
En una ocasión, al poco de haber llegado Tom, la señora Elquelahacelapaga visitó San Borondón. Los niños se le acercaron y, sin necesidad de preguntarles cómo se estaban comportando, fue poniendo en sus manos dulces golosinas del mar, como chocolates y toffee. Esta hermosa hada miraba complacida a cada niño, incluso a Tom. Cuando llegó su turno, en vez de poner una golosina en sus manitas, el hada llevó en sus dedos algo a la boca del niño. Inmediatamente, Tom puso cara de disgusto, pues lo que fuera aquella cosa crujiente que trataba de masticar, no era de su agrado. El niño se quejó de que a él no le hubiera regalado una chuchería, a lo que la señora Elquelahacelapaga respondió así:
-No veo, pececillo, motivos para quejarte. Tratar de ocultarme algo que hagas tú o alguno de tus hermanos, es inútil. Bien satisfecho que te quedas cuando engañas a las pobres anémonas y sustituyes sus cenas por duras piedras negras. Créeme, esas piedras eran más molestas en sus bocas que el pedazo de cáscara de huevo de gaviota que te he dado a comer.
-Pero, señora –dijo Tom-, ha sido un poco cruel conmigo.
-En absoluto –respondió ella-. Mi intención no es hacerte sufrir, sino que aprendas a respetar a los demás. Además, aunque pretendiese cambiar mi modo de enseñar, créeme, no puedo. Soy como un muñeco lleno de muelles y mecanismos que no puedo variar. Es como si alguien me hubiese dado cuerda de una vez y para siempre. Querido Tom, sé que también te preguntas por qué no soy igual de severa con los hombres malos como Roñoso, pero has de saber que yo sólo me encargo de la formación de la gente buena que ha de aprender a pensar en los demás antes de actuar. Aquellos otros que sí saben, como tu jefe el deshollinador, el daño que hacen a los niños, créeme, responderán por todo lo que han hecho.
El niño bajó su mirada, avergonzado por los errores que había cometido. El hada, que también conocía esos sentimientos, acarició la cabecita del niño del agua. Y deseó que muy pronto no tuviese que enseñarle nada sobre faltas de respeto a las demás criaturas. Cuando llegase ese momento Tom conocería, junto a los demás habitantes de la Isla de San Borondón, a la señora Hazloquequieresquetehagan, un hada que sólo trata con personas educadas y sensatas. Mientras tanto, los niños que se comportasen como cabezas de chorlito, o como bestias que rebuznan y no razonan sus actos, serían educados por su hermana, la señora Elquelahacelapaga.
Pasó el tiempo y Tom se demostró a sí mismo que era capaz de no molestar a ninguna criatura. Para él se había acabado el romper las púas de los erizos, y el reírse de la boca torcida de los rodaballos. También se prometió a sí mismo no volver a tirar de la barbilla a ningún bacalao, por antipático que a él le pareciera.
Coincidiendo con esos progresos, por la apacible Isla de San Borondón apareció un hada muy especial, la señora Hazloquequieresquetehagan. Era muy bella, tanto como su hermana, y su presencia levantó mucho revuelo entre los pequeñuelos. Y es que, a diferencia de la señora Elquelahacelapaga, esta adorable hada dedicaba todo el tiempo de su visita a jugar y bailar con los niños del agua. También les contaba interminables cuentos que comenzaban con un érase una vez, y no se sabía cuándo acababan. Ciertamente, era incansable.
Como es comprensible, el hada le dedicó un poco más de tiempo a Tom que al resto, puesto que aquella era la primera vez que el pequeño la veía. Además, Tom necesitaba mucho más cariño que otros, pues nunca había sabido cómo era una madre.
-Yo seré tu mamá –le dijo ella mientras lo estrechaba entre sus brazos, susurrándole muy bajito hermosas palabras que Tom jamás había escuchado. Y el niño la amó tanto y tan confiadamente que, sin apenas darse cuenta, se quedó dormido de puro amor.

Respuesta  Mensaje 6 de 7 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 25/07/2012 05:31
Capítulo 5

El tiempo que Tom llevaba viviendo en la Isla de San Borondón le había sido muy útil para aprender y crecer. Incluso había conocido a Mamá Hazloquequieresquetehagan. Pero la vida sigue su curso como las frías y dulces corrientes de un río camino del mar. Y pronto se sucedieron cambios. La señora Elquelahacelapaga aprovechó una de sus habituales visitas para darle a nuestro niño del agua una noticia que no le gustaría demasiado.
Y es que debéis saber que ningún aprendizaje llega a su fin. Lo único que varía es el lugar en el que nos encontramos, y el hada de los niños del agua le comunicó a Tom que debía abandonar las comodidades de la isla y realizar una difícil prueba.
-Valiente y amado Tom –le dijo-. Ha llegado el momento de que hagas algo que tal vez no te apetezca. Has de recuperar un pequeño tesoro… ¿recuerdas la llave dorada que cayó al río y que te llevó a dejar de ser un limpiachimeneas?
Tom asintió, pero ya comenzaba a sentir un poco de temor. Le asustaba que le fuese a pedir algo demasiado difícil de cumplir. Sin embargo, el hada, conocedora de sus más profundos pensamientos, lo calmó. Le explicó que, ahora que emprendería un largo viaje a través del océano, lo único que no podía llevar consigo era el miedo.
-¿A dónde marcharé? ¿Qué he de hacer? –preguntó el niño.
-Has de tener confianza en ti. Sin ella no podrás dirigirte hacia el mismísimo centro del océano, hasta lo más profundo y helado del fondo marino. Allí hay un edificio en ruinas, una casa gigantesca cuyos tejados tienen ciento cincuenta y tres enormes chimeneas…
La mirada de Tom permanecía clavada en los ojos del hada, quien le contó que dentro de aquella mansión en ruinas había una habitación cuya puerta permanecía completamente cerrada. El único modo de abrirla era la Llave Cimarrona, la dorada llave mágica que, cayendo al río, había sido engullida por un salmón.
-¡¿Tengo que quitarle la llave al salmón?! –preguntó Tom con rostro de preocupación.
-No, el pobre salmón acabó siendo devorado por un astuto cangrejo.
-¿Tengo que quitarle la llave a un cangrejo?
-No. En un descuido el cangrejo casi se la come, pero la escupió a tiempo y se la tragó una rana.
-¿Tendré que pelear con una rana para conseguir la llave?
-No –respondió el hada-. Las ranas, ya se sabe, se quedan dormidas al sol. Ésta estaba roncando sobre un nenúfar cuando vino una nutria y se la comió.
-Señora –dijo Tom-, antes de seguir preguntándole, ¿sería tan amable de contarme qué ocurrió con la llave después de que la nutria se la comiera?
Y el hada le explicó con todo detalle cómo la nutria se atragantó con la llave y murió, siendo arrastrada corriente abajo hasta llegar al mar. Allí se la comió un ave carroñera que perdió el equilibrio en pleno vuelo y cayó al agua, donde se la comió un pequeño tiburón. La llave debía estar, según los cálculos del hada, en el interior de una temible orca.
-Tom, es preciso que encuentres la llave dorada y abras la habitación de la mansión que está en los abismos marinos.
Aquellas fueron las últimas palabras que el pequeño niño del agua escuchó antes de partir a cumplir su cometido. Emprendió el viaje acercándose a la corriente marina que conducía al centro del océano, hasta donde ningún marino querría ir. Impulsado por la fuerza de la corriente, Tom observaba con atención todo cuanto sucedía a su alrededor, tratando de no perder detalle alguno. Ese era el único modo de encontrar una ballena orca en medio del ancho océano. Sin embargo, aunque vio bancos de todo tipo de peces, bandadas de delfines, familias enteras de ballenas, y hasta alguna foca que otra que había perdido el rumbo, no había rastro de orcas.
Transcurrieron varios días y el niño del agua comenzó a echar de menos su cálido hogar. Pero lo que más necesitaba en esos momentos era el abrazo fuerte de Mamá Hazloquequieresquetehagan. En vez de sentirse abatido, ese pensamiento le hacía sentirse más fuerte, pues ya se imaginaba estando de regreso en brazos de su dulce mamá.
Pero los días se convirtieron en semanas y el vacío en el corazón de Tom iba creciendo. Y sus fuerzas desaparecían. Una noche se desató una descomunal tormenta y, aunque era poco aconsejable ir a lomos de un pez volador, el niño se agarró con fuerza a las grandes aletas de un pez golondrina y juntos continuaron el viaje. La tempestad fue mucho más potente de lo que podáis imaginar, hasta el extremo de que las olas eran como murallas casi imposibles de saltar. Y eso que los peces golondrina son muy habilidosos en esos asuntos. Lo cierto es que ni uno ni otro tenían capacidad de saber hacia dónde se dirigían. Y así fue hasta que un golpe de viento, mar y lluvia, los separó; y un inesperado ciclón elevó por los aires a Tom. El niño volaba por los cielos con facilidad, pues apenas pesaba lo que una sardinilla, hasta que la tormenta perdió intensidad y el niño volvió al agua.
Cuando el cielo se despejó y sol volvió a coronarlo, Tom advirtió que muy cerca de donde él se encontraba había una isla con un impresionante volcán humeante. A pesar de todo cuanto había vivido, sentía que –de algún modo- siempre había estado protegido. Y ese sentir le dio el valor necesario para acercarse a la isla.
Hay islas misteriosas, y de arenas blancas. Las hay que tienen enterrados tesoros de piratas ya desaparecidos. Y luego están las islas que aparecen en los cuentos de hadas. Este tipo de islas suele acoger a niños perdidos, pero también a rufianes que apestan a suciedad…
Cuando Tom alcanzó la orilla observó que, aparentemente, allí no vivía nadie. La tormenta había dejado sobre la arena el cuerpo de un animal de gran tamaño, aparentemente muerto. A nuestro amigo aquello le asustó un poco, pues tenía la sensación de que algún peligro le acechaba sin él saber cuál. Puso sus diminutos pies sobre la arena y se acercó al animal, que no se movía sino al ritmo de las olas. Cuando estaba a sólo unos pocos metros de la boca, sus ojos se abrieron como platos, pues supo que aquel animal era una temible orca.

Respuesta  Mensaje 7 de 7 en el tema 
De: Marti2 Enviado: 25/07/2012 05:32
Capítulo 6

Las orcas son unas monstruosas bestias que vencerían a cualquier rival del mundo acuático. El ejemplar que Tom tenía a su lado en la orilla de la playa era una orca viajera, la más feroz de la familia, capaz de zamparse desde un león marino hasta una ballena. El niño del agua se acercó lentamente hasta estar frente a la boca del bicho, que dejaba ver gran cantidad de sus más de cuarenta dientes, algunos de los cuales eran del tamaño de Tom.
Lo que entonces sucedió no debe asustaros, aunque al niño le supuso un terrible sobresalto. Justo cuando más seguro estaba que la orca estaba muerta, Tom se acercó un poco más a la boca. Quería saber si, acaso, había algún rastro de la Llave Cimarrona. Pero el animal no estaba muerto, ni dormido como una marmota en pleno invierno. Abrió sus ojos, grandotes como los de un toro, y emitió su característico chillido, tan potente que el diminuto Tom salió volando de espaldas un par de metros. Acto seguido, la bestia eructó de una forma tremenda, escupiendo una brillante llavecilla dorada envuelta en pestilentes babas de orca.
Se entiende que la llave, por ser de oro puro y no tener proteínas ni vitamina A, tan necesaria para la aguda vista de las orcas, se movía demasiado en la tripa del animal, ya de por sí mareado por la tormenta de la noche anterior. En algún momento, la orca, inquieta por tantas fatigas, tomó la sabia decisión de tomarse un descanso en la playa, con el fin de buscar una solución a su problema. Una vez allí se relajó, reflexionó sobre la importancia de cuidar su dieta y, finalmente, la escupió junto a un montón de apestosos gases.
El enorme bicho no perdió tiempo en regresar al mar, mientras Tom se apresuraba a coger la llave, que pesaba lo suyo. Sin embargo, el peligro de verdad comenzó justamente entonces, pues el diminuto Tom fue atrapado por la negra mano de un hombre.
¿Qué pensaríais si os dijera que el hombre que había atrapado al niño del agua se llamaba Roñoso? Apuesto a que sabéis de quién estamos hablando. En efecto, el malvado señor Roñoso, el cruel jefe de Tom cuando era un niño de la tierra, se encontraba en la isla del volcán. Y había atrapado al pequeño al que maltrataba.
Los dos se sorprendieron en la misma medida, pero el niño tenía más motivos que el adulto para tener miedo. Mientras Tom lloraba de miedo, el perverso Roñoso lo apretaba con fuerza en el puño de su mano derecha, al mismo tiempo que subía -a grandes zancadas- hacia la boca del humeante volcán.
-¡Maldito mocoso! –le dijo- ¡Si supieras todo lo que me ha ocurrido por tu culpa! ¡Desde que desapareciste, la misteriosa mujer de cabellos rojizos me ha encerrado en esta isla y me obliga a limpiar la sucia chimenea de este volcán! ¡Allí te arrojaré para que estés tan sucio como yo!
En efecto, todo Roñoso era pura negrura y suciedad, provocadas por las cenizas acumuladas en el conducto volcánico.
Cuando ya habían llegado a lo alto de la montaña, el niño trató de liberarse de las garras de su captor, pero todo intento fue inútil, pues el despiadado malhechor logró su objetivo. El niño del agua, con sus ojos cerrados y agarrado a la llave dorada, fue lanzado al interior del volcán. Pero, para su sorpresa y la nuestra, en vez de achicharrase en el magma, el pequeño vino a aparecer en un nuevo lugar: los abismos marinos.
Tom sabía que estaba de nuevo bajo el agua, pues sus branquias volvían a estar en funcionamiento. Además, la imagen que tenía delante de sus ojos era exactamente la que la señora Elquelahacelapaga le había descrito. Allí estaban las impresionantes ruinas de una mansión en cuyos tejados había ciento cincuenta y tres chimeneas; ni una más, ni una menos. Y es que el pequeño, que había aprendido a sumar y restar durante los últimos meses, las contó con mucha paciencia.
Tom se acercó hasta la puerta de entrada, que era de hierro y bronce, y la atravesó. Tenía que encontrar la habitación cuya cerradura debía abrir con la llave dorada, así que comenzó a recorrer sus pasillos. Nadaba con destreza, procurando no enredarse entre las cortinas rotas y las lámparas que yacían estrelladas contra el suelo embaldosado. Aunque era la primera vez que el niño del agua estaba en aquella mansión, no es menos cierto que las chimeneas le resultaban familiares. Tímida y lentamente, variados recuerdos de la época en que era obligado a escalar el interior de las chimeneas fueron llegando a su mente. Eran recuerdos tristes, sí, pero aquella casa le inspiraba otros recuerdos más agradables.
La mayoría de las puertas habían desaparecido, permitiendo que los cangrejos gigantes y las serpientes marinas habitaran libremente en las habitaciones. No eran sus únicos habitantes; el niño encontró muchos peces desconocidos, de esos que parece que no han tomado sol en su vida, y disfrutan viviendo en las oscuras profundidades del abismo.
Tom se paró frente a la única puerta que encontró cerrada. E inmediatamente vino un recuerdo fresco a su mente: aquella era la mansión del duque, y la puerta cerrada enfrente de sus narices era el dormitorio de la niña más preciosa que el deshollinador había visto nunca. Haber recordado aquello le impulsó a querer abrir la puerta cuanto antes. Y, aunque le costó un poco, lo logró.
Entonces, para su alegría, vio que, a diferencia del resto de la casona, la habitación de la pequeña durmiente seguía estando exactamente igual que cuando él llegó a ella por la chimenea. Allí permanecían los juguetes, la alfombra de flores y las mismas blancas paredes. Lo único que había cambiado era que, al contrario que la vez anterior, allí no había ninguna triste figura, oscura y sucia de hollín, reflejada en el espejo.
Y, sobre la cama sentada, una diminuta niña con branquias, cabellos dorados, y la piel tan limpia y delicada como la suya. Era Eli, y estaba esperando por Tom. Ambos se reconocieron y abrazaron muy felices. A pesar de que cuando ella cayó al mar, entre las rocas, él jugaba con la señora langosta muy cerca, en aquel momento ninguno vio al otro. Pero ahora todo parecía diferente, y Tom comprendió el interés de la señora Elquelahacelapaga en encomendarle aquella aventura en el profundo abismo del mundo.
Eli y Tom salieron de la casa, y allí se encontraron de frente con una hermosa dama de extraña presencia. Su cabello era rojizo, y su rostro… su rostro resplandeciente era el de la misteriosa mujer que el niño y Roñoso encontraron en el camino a casa del duque. Pero también era el rostro de las hermanas hadas, la señora Elquelahacelapaga y Mamá Hazloquequieresquetehagan. Lógicamente, los niños estaban muy sorprendidos.
-Hola, mis pequeños –les dijo mientras tomaba a ambos en sus brazos-. Soy Mamá Carey, como podéis ver en mis ojos. Habéis hecho lo que se esperaba de vosotros. Os he observado con gran atención, y debo decir que jamás estuve tan contenta de recompensar el esfuerzo de unos niños.
Tom, que estaba bastante cansado y le costaba evitar ir de un bostezo a otro, abrió su boquita y habló:
-Mamá Carey, ¿podemos regresar ya a casa?
-Sí, pececito –respondió ella-. Podéis regresar a casa.
En efecto, Tom y Eli regresarían a casa, volviendo a ser niños de la tierra y recuperando su estatura original. Cada uno tomó una mano de la reina de las hadas, y viajaron -por última vez- a la Isla de San Borondón, donde Tom pudo despedirse de los demás niños. Luego, Mamá Carey se llevó a los dos pequeños hasta una tierra nueva bajo un cielo nuevo, donde sólo habitan quienes saben proteger la inocencia de un niño. Los demás, quienes prefieren seguir siendo sucios, se quedan fuera, como es el caso de Roñoso, obligado a limpiar la chimenea de un volcán durante largo tiempo.

Fin


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