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De: \קяîи¢є§îtα x  (Mensaje original) Enviado: 01/01/2011 16:47

La Hermana Carmen revisaba la sala de torturas comprobando que todo estuviese listo.

Había una chimenea de piedra cuyas llamas iluminaban la enorme habitación. Dentro del fuego varios instrumentos de metal se calentaban al rojo vivo, listos para marcar con sus herrajes, ansiosos de piel indefensa.

En cada una de las cuatro esquinas de la habitación ardían grandes cirios de cera blanca cuya luz se refleja en las paredes de ladrillo rojo.

En un rincón se encontraba un potro de tortura y una jaula de hierro. Ambos de madera negra y con argollas de hierro oxidadas empotradas.

En el centro de la sala se hallaba un marco de madera fuerte y negra, cuadrado, de dos por dos metros, tenía cadenas conectadas a los extremos, las cuales terminaban en grilletes de metal.

A un lado estaba una mesa de madera oscura, sobre la cual yacían meticulosamente ordenados los más diversos objetos de tortura inimaginables, pinzas, navajas afiladas, agujas, y extraños aditamentos hechos de cuero y metal.

Junto a la mesa se hallaba un baúl de hierro enmohecido, con la tapadera puesta.

La Hermana Carmen fue hacía la mesa, sus pasos se escuchaban sobre el piso de concreto, mientras arrastraba su gran hábito negro, de tela gruesa, muy largo y que llegaba hasta el piso. Tenía la capucha echada por lo que nada más se distinguía su perfil, su nariz aquilina y un poco de su rostro de hermosas facciones. Algunos mechones de cabello dorado sobresalían bajo la capucha.

Tomó una fusta negra de la mesa, la flexionó con ambas manos.

Todo estaba preparado.

Se paró frente a la única puerta, una gran mole de hierro oxidado repleta de remaches.

Pronto lo traerían.

No tuvo que esperar mucho a que la mole se abriera chirriando sobre sus viejos goznes.

La Hermana Sofía y la Hermana Marta entraron, ambas con sus hábitos negros y las capuchas sobre la cabeza. Traían consigo al nuevo pretendiente a esclavo.

Los ojos azules de Carmen se clavaron en el cuerpo desnudo del hombre.

El miserable no llevaba nada de ropa en absoluto. Iba a cuatro patas como el perro que era. La única prenda que llevaba puesta era su collar de cuero, conectado a una cadena de cuyo extremo tiraba Marta.

Carmen se plantó frente al hombre, tiró para atrás la capucha de su túnica, dejando libre su larga cabellera rubia.

-Ahora, pedazo de mierda, te daremos la oportunidad de volverte nuestro esclavo.

El hombre tenía la vista fija en el suelo y un repentino escalofrío recorrió su cuerpo ante la voz de la mujer.

-Pero para que te admitamos como tal, antes debes ser purificado a través del dolor. ¿Entiendes?

-…Si. Mi Ama. –Pronunció el hombre con una voz llena de miedo.

-A pesar de todo no somos tan despiadadas, tienes la última oportunidad de volver atrás. Si tú elección es continuar procederemos sin detenernos. Tu sufrimiento será infinito. Y no hay garantía de que puedas pasar por el fuego y ser hallado digno. En caso que te rindas en este momento serás sacado de aquí tal como fuiste traído, con los ojos vendados y nunca jamás se te permitirá regresar. ¡Ahora, gusano, vuelve tu asqueroso rostro y mírame!

El hombre elevó la vista, dirigiendo una mirada suplicante a Carmen, la contempló con adoración, era una mujer deslumbrante, muy bella.

-Responde, ¿Tomaras la prueba, si o no?

-…Si…mi…Ama.

Una sonrisa maligna se dibujo en el bello rostro de Carmen. Lo sabía. El gusano diría que sí, el muy estupido estaba a punto de darse cuenta de que lo que le iba a pasar a continuación era mucho más que simple sumisión.

-¡Encadénenlo al marco de madera!

Las dos mujeres, Sofía y Marta, se apresuraron a cumplir la orden.

Llevaron al hombre al marco negro. Lo hicieron ponerse de pie, y lo sujetaron por las muñecas y los tobillos, dejando sus miembros extendidos y tensos. Estaba inmóvil por completo, las mujeres, gracias a la práctica, eran muy hábiles en lo que hacían.

Carmen fue y se paro frente al prisionero.

-Hermana Marta, tome una fusta, va a darle veinte azotes en las nalgas.

-De inmediato, Hermana Carmen.

Marta cogió de la mesa una fusta de cuero negro, se paró tras el hombre y dio el primer azote.

En el silencio de la gran sala resonó el chasquido del cuero contra la piel.

Las otras dos mujeres observaban de pie, frente al prisionero.

El siguiente golpe cayó con gran intensidad.

El hombre cerraba la boca con fuerza, apretando los dientes, cada azote le ardía como si le quemasen con fuego. Lo peor era que la mujer dejaba transcurrir largos segundos antes de golpear de nuevo.

Los azotes se demoraban durante un tiempo largísimo entre uno y otro.

Era una cruel tortura lenta.

A pesar del abrumador dolor su miembro empezaba a despertar sufriendo una visible erección.

-He completado los veinte azotes, Señora.

Le había dejado las nalgas surcadas por vivas líneas rojizas, a punto de verter sangre.

-¿En serio? Parecía más bien que le dabas tenues caricias en vez de una dura disciplina. Lo único que has logrado ha sido excitarlo.

Carmen señalo con su fusta la enorme erección del prisionero.

-¡Repite el castigo de nuevo!

-¡Si, Señora!

El hombre cerró los ojos. Apretó sus mandíbulas con fuerza.

Le fue imposible contener un gemido de dolor.

-¡Golpea más fuerte! ¿Qué eres una débil muchachita? ¡Quiero escuchar esos latigazos restallando contra la carne!

Marta golpeaba con toda la fuerza que le era posible, la capucha de su hábito cayó para atrás dejando salir sus mechones de pelo negro. Elevaba su brazo muy alto y luego dejaba caer el latigazo como un rayo.

El desgraciado recibió una nueva veintena de fustazos, dados aún con mayor dureza que los anteriores.

-Todavía nada impresionante. ¡Repítelo de nuevo!

Los ojos de él se abrieron como platos.

Le iban a destrozar.

La hermana Marta empezó a azotar de nuevo, ahora castigando también los muslos.

-¡Por favor ya no! –Gritó el esclavo con el rostro cubierto de lágrimas.

Ahora la hermana Carmen le cruzó el rostro de un fustazo.

-Pedazo de mierda ¿Quién te ha dado permiso para hablar?

Marta terminó la nueva tanda de azotes.

-Un poco mejor. –Comentó Carmen, que inspeccionaba el daño causado al esclavo. –Hermana Sofía, traiga los prensa testículos, están sobre la mesa, y colóqueselos al prisionero.

La mujer tomó un par de prensas de metal, las cuales se cerraban con una tuerca de rosca.

Cogió uno de los testículos del hombre y lo puso entre los dos dientes de metal de una prensa, luego comenzó a cerrarla con la tuerca.

El desgraciado gritaba suplicando piedad inútilmente.

Sofía colocó la segunda prensa en el testículo que quedaba libre. La dejo igual de apretada que la anterior.

Las dos prensas de acero colgaban tirando con su peso de los genitales, que mordían aprisionándolos.

-¡Quítenmelas! ¡Se los suplico! ¡No lo soporto!

La sádica y bella Hermana Carmen soltó una carcajada maligna.

El esclavo contemplaba aquel rostro angelical de fríos y profundos ojos azules, la bella tez sonrosada y el largo cabello rubio y liso que caía como una cascada escondiéndose dentro del grueso hábito de negro color, oscuro como una noche sin luna.

Continuará…



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