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RINCÓN LITERARIO: "BOLA DE SEBO" DE GUY DE MAUPASSANT. 6a. parte
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De: TUTELAR ALACALUFE  (Mensaje original) Enviado: 12/12/2008 08:09

 
 
 
 
 
 BOLA DE SEBO
GUY DE MAUPASSANT
6a. PARTE.

 

Ya en casa, se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?

Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésigue con su mujer.

Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba. 

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:

—Hay gazuza.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en lonchas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

—Un ejemplo digno de ser imitado —advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.

Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias, y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillo de su gabán, sacó del uno cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y las partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en el azoramiento de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que se le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; se sentía la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; se irguió, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa.”

La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:

—Se avergüenza y llora.

Las monjitas reanudaron su rezo después de enrollar en un papelucho el sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet —que digería los cuatro huevos duros— estiró sus largas piernas bajo el asiento frontero, se reclinó, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, se removían, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,

conduce nuestros brazos vengadores;

libertad, libertad sacrosanta,

combate por tus fieles defensores.

            Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

             Y la moza lloraba sin cesar; a veces, un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

FIN

Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésigue con su mujer.

Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba. 

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:

—Hay gazuza.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en lonchas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

—Un ejemplo digno de ser imitado —advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.

Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias, y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillo de su gabán, sacó del uno cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y las partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en el azoramiento de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que se le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; se sentía la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; se irguió, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa.”

La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:

—Se avergüenza y llora.

Las monjitas reanudaron su rezo después de enrollar en un papelucho el sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet —que digería los cuatro huevos duros— estiró sus largas piernas bajo el asiento frontero, se reclinó, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, se removían, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,

conduce nuestros brazos vengadores;

libertad, libertad sacrosanta,

combate por tus fieles defensores.

            Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

             Y la moza lloraba sin cesar; a veces, un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

FIN

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


 

 


 

 


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