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RINCÓN LITERARIO: "BOLA DE SEBO" CAP. V
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De: TUTELAR ALACALUFE  (Mensaje original) Enviado: 12/12/2008 09:11

BOLA DE SEBO

Guy de Maupassant

 

Capítulo V

Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus, Cleopatra, esclavizando con los placeres de su leche a todos los generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados, que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.

Discretamente se mencionó a la inglesa linajuda que se mando inocular una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en el momento fatal.

Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando en cuando en entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.

De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.

Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas en más intimas reflexiones.

Bola de Sebo no despegaba los labios. La dejaron reflexionar toda la tarde.

Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.

Bola de Sebo respondió ásperamente:

—Nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca!

Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades —y sin que saltase al paso ninguna—, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas —la más respetable por su edad— y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres casuísticas; era su doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abraham; también ella hubiese matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma “el fin justifica los medios”, con esta pregunta:

—¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?

—¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.

Y continuaron así, discurriendo acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque le suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.

La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. iban llamadas a El Havre para asistir a cientos de soldados variolosos. Detalló las miserias de tan cruel enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger heridos en lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro desencarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la guerra.

Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la oportunidad de sus palabras.

Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.

La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado...

Todo estaba convenido.

En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un “hombre serio” que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se metió de lleno en el asunto.

—¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una... liberalidad muchas veces por usted consentida?

La moza callaba.

El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el señor conde”, muy galante, con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:

—No seas tirana; permite al infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país.

La moza sin despegar los labios, fue a reunirse con el grupo de señoras.

Ya en casa, se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?

Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésigue con su mujer.

Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba. 

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:

—Hay gazuza.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en lonchas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

—Un ejemplo digno de ser imitado —advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.

Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias, y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillo de su gabán, sacó del uno cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y las partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en el azoramiento de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que se le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; se sentía la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; se irguió, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa.”

La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:

—Se avergüenza y llora.

Las monjitas reanudaron su rezo después de enrollar en un papelucho el sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet —que digería los cuatro huevos duros— estiró sus largas piernas bajo el asiento frontero, se reclinó, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, se removían, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,

conduce nuestros brazos vengadores;

libertad, libertad sacrosanta,

combate por tus fieles defensores.

            Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

             Y la moza lloraba sin cesar; a veces, un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

FIN

Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésigue con su mujer.

Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba. 

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:

—Hay gazuza.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en lonchas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

—Un ejemplo digno de ser imitado —advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.

Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias, y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillo de su gabán, sacó del uno cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y las partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en el azoramiento de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que se le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; se sentía la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; se irguió, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa.”

La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:

—Se avergüenza y llora.

Las monjitas reanudaron su rezo después de enrollar en un papelucho el sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet —que digería los cuatro huevos duros— estiró sus largas piernas bajo el asiento frontero, se reclinó, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, se removían, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,

conduce nuestros brazos vengadores;

libertad, libertad sacrosanta,

combate por tus fieles defensores.

            Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

             Y la moza lloraba sin cesar; a veces, un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

FIN

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


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