Página principal  |  Contacto  

Correo electrónico:

Contraseña:

Registrarse ahora!

¿Has olvidado tu contraseña?

AMIGOS DE 60
 
Novedades
  Únete ahora
  Panel de mensajes 
  Galería de imágenes 
 Archivos y documentos 
 Encuestas y Test 
  Lista de Participantes
 ◙◙◙◙◙◙◙◙GENERAL◙◙◙◙◙◙◙◙ 
 EL SANTO EVANGELIO DIARIO 
 ๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑ º 
 SANTO EVANGELIO DIARIO, EN AUDIO 
 ۩- ۩-۩-۩-۩--۩- ۩- ۩-۩- 
 SALA DE CHAT DE AMIGOS DE 60 
 º ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ 
 PRESENTATE 
 ** ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ -- *+ 
 LA SALITA DE ASHCEN 
 ๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑ 
 MI PERFIL 
 ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ - 
 SALA DE MUSICA Y VIDEOS 
 ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ ۩- ۩- 
 CONOCE MI TIERRA!! 
 º- ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩- º 
 PRENDE UNA VELA 
 ۩- ۩-۩-۩-۩--۩-۩- ۩-۩ 
 ANOTA TU FECHA DE CUMPLEAÑOS 
 ** ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ -- 
 CONSEJOS PRACTICOS 
 --* ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ 
 RINCON CULINARIO 
 ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ º 
 ENTRETENIMIENTOS (JUEGOS, PASATIEMPOS) 
 ---๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑ 
 ZONA DE INTELIGENCIA (ENIGMAS Y LÓGICA) 
 == ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ + 
 CONOCETE BIEN (TEST) 
 ==۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ += 
 RINCON DEL HUMOR 
 == ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ + ¨ 
 RINCON POETICO DE OSCAR J. 
 ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩º ۩- ۩-۩-۩-۩- 
 POESIAS & LITERATURA 
 ๑۩ ۩๑๑۩#۩๑๑۩ ۩๑ 
 TUTOS FONDOS Y GIFS 
 GALERIAS 
 --- ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ *** 
 BANNER AMIGOS DE 60 
 --๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑ 
 GRUPOS UNIDOS 
 -- ۩- ۩-۩-۩-۩-۩-۩-۩ -- 
 NEGRO AZABACHE 
 ****************************** 
 PORTADA ORIGINAL 
 -๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑๑۩ ۩๑- 
 PANEL DE ADMINISTRACIÓN 
 ۩- ۩-۩-۩-۩--۩- ۩- ۩-۩๑๑۩ ۩๑ - 
 PANELES PERSONALES 
 RINCON DE SOFI 
 ๑๑۩ ۩๑۩-۩-۩-۩-۩ ۩-۩-۩-۩ 
 PANELES DE ANGELITOS 
 General 
 CONOCE MI TIERRA 
 BIBLIOTECA 
 
 
  Herramientas
 
RINCÓN LITERARIO: BOLA DE SEBO. DE GUY DE MAUPASSANT. CAP. II
Elegir otro panel de mensajes
Tema anterior  Tema siguiente
Respuesta Eliminar Mensaje  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: TUTELAR ALACALUFE  (Mensaje original) Enviado: 12/12/2008 11:50

BOLA DE SEBO

Guy de Maupassant

 

Capítulo II

Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.

El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía veinte años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el gobierno, a causa de un error —o de una broma dispuesta intencionadamente—, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, las ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con un ardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su obra, se retiró mas que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda, supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos. 

La mujer que iba a su lado era una de las que se llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo, de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges —como rosarios de salchichas gordas y enanas—, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como una manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.

Poseía también —a juicio de algunos— ciertas cualidades muy estimadas.

En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases “vergüenza pública”, “mujer prostituida”, fueron pronunciadas con tal descaro, que la hicieron levantar la cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante, que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.  

Pronto la conversación se rehizo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Se creían obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy hosco y malhumorado en presencia de un semejante libre.

También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra seiscientos mil francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejercito francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría efectiva en El Havre.

Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su calidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.

Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. las señoras Carré-Lamadon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas. 

El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado, la nieve del camino, que parecía desarrollarse bajo los reflejos temblorosos. 

En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet. Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza apara evitar el castigo de un puño cerrado y certero. 

En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de catorce horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio. 

Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por un alemán.

La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano y, alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato, que le daba el aspecto de un recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote —que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado, que no era fácil ver dónde terminaba—, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca. 

En francés—alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.

Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:

—Buenas noches, caballero.

El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.



Primer  Anterior  Sin respuesta  Siguiente   Último  

 
©2024 - Gabitos - Todos los derechos reservados