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RINCÓN LITERARIO: "BOLA DE SEBO" DE GUY MAUPASSANT. CAP. III
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De: TUTELAR ALACALUFE  (Mensaje original) Enviado: 12/12/2008 11:01

BOLA DE SEBO

Guy de Maupassant

 

Capítulo III

Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual a su patria en situaciones tan desagradables; y de un modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido  a dar ejemplo reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar campos.

Entraron en la espaciosas cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, los examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.

Luego dijo, en tono brusco:

—Está bien.

Y se retiró.

Respiraron todos. Aún tenían hambre, y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales esmerilados lucía un expresivo número. 

Iban a sentarse a la mesa, cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán, asmático y obeso, que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.

Al entrar hizo esta pregunta:

—¿La señorita Isabel Rousset?

Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:

—¿Qué ocurre?

—Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.

—¿Para qué?

—Lo ignoro, pero quiere hablarle.

—Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.

Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:

—Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.

Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:

 

—Lo hago solamente por complacer a ustedes.

 

La condesa le estrechó la mano al decir:  

—Agradecemos el sacrificio.  

Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviese.  

Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción, y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.  

Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:  

—¡Miserable! ¡Ah miserable!  

Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondía a las preguntas y se limitaba a repetir:  

—Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.  

Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar al trasluz su transparencia. Cuando bebía, sus barbazas —del color de su brebaje predilecto— se estremecían de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta. 

El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni un solo instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.  

Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando aconsejaba:

—Más prudente fuera que te callases.

Pero ella, sin hacer caso, proseguía:

—Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y de patatas, de patatas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura... lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante algunas horas, todos los días y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda. ¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: Habiendo tantas gentes que trabajan para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una lástima que se maten los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daños es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más. ¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñado; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.  



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