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RINCÓN LITERARIO: 100 AÑOS DE SOLEDAD. CAPÍTULO II
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: FLAQUIS  (Mensaje original) Enviado: 16/09/2009 10:38
100 AÑOS DE SOLEDAD
Gabriel García Márques
 
 
Capítulo II
 

Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendía. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquel era el principio de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.

-Es el olor del demonio -dijo ella.

-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.

Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.

El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogue. Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero. Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al público por un instante -un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores- y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa. "En el mundo están ocurriendo cosas increíbles", le decía a Úrsula. "Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros." Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de Melquíades.

Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.

La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.

José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.

Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.

Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.

José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- Sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.

Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. "No importa", decía José Arcadio Buendía. "Lo esencial es no perder la orientación." Siempre pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores,

El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar a región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños terminaban frente ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura.

-¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes.



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