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RINCÓN LITERARIO: BOLA DE SEBO. DE GUY MAUPASSANT. CAP. IV
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De: TUTELAR ALACALUFE  (Mensaje original) Enviado: 12/12/2008 10:02
GUY DE MAUPASSANT
Capítulo IV.
  

Cornudet dijo campanudamente:

—La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo: es una obligación cuando sirve para defender la patria.

La vieja murmuró:

—Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?

Los ojos de Cornudet se abrillantaron:  

—¡Magnífico, ciudadana!  

El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerra, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.

Loiseau se levantó y, acercándose al fondista, le habló en voz baja. Oyéndole, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.

Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.

Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y el oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.

Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebosando en su peinador de casimir con bandas blancas. Se alumbraba con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales esmerilados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.

Hablaron, y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:

—¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?

Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:

—Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y, además, aquí sería una vergüenza.

Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aún y en voz más recia, le dijo:

—¿No lo comprende?... ¿Cuándo hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?  

Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien, después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.  

Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su antigua y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:  

—¿Me quieres mucho, vida mía?  

Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó, resonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.  

Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaron a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándole dentro de la posada, salieron a buscarle y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la iglesia, entre pequeñas casas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno mondaba patatas; otro, muy barbudo y grandón, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.  

El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:  

—¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusiano; vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuviesen en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad... Son los ricos los que hacen las guerras crueles.  

Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una grase oportuna y graciosa: “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase: “Restituyen”.  

Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.  

El conde le interrogó:  

—¿No le habían mandado enganchar a las ocho?  

—Sí; pero después me dieron otra orden.

—¿Cuál?

—No enganchar.

—¿Quién?

—El comandante prusiano.

—¿Por qué motivo?

—Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.

—Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?

—No; el posadero, en su nombre.

—¿Cuándo?

—Anoche, al retirarme.

Los tres caballeros volvieron a la posada bastante intranquilos.

Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas le dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que le llamasen antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.

Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando se hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar con él de asuntos civiles.

Mientras los mandos aguardaban en la cocina, las mujeres volvieron a sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado. 

Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcito de hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como el personaje que chupaba en ella —una pipa que parecía servir a la patria tanto como Cornudet—, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada.

Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente “culotada”, tan negra como los dientes que la oprimían, pero brillante, perfumada, con una curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.

Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamas del hogar como en la espuma del jarro; depuse de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes macilentos.

Loiseau, con el pretexto de salir a estira las piernas, recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaban el porvenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaría el advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que pareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro: y su pipa embalsamaba el ambiente.

A las diez bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas apremiantes: pero él sólo pudo contestar:

—El comandante me dijo: “Señor Follenvie, no permita usted que mañana enganchen la diligencia. Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga”.

Entonces resolvieron entrevistarse con el oficial prusiano. El conde le hizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamadon su nombre y sus títulos.

El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiese almorzado. Faltaba una hora.

Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo estaba febril y extraordinariamente desconcertada.

Acababan de tomar el café cuando les avisó el ordenanza.

Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrar a Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus cálculos pactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.

Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en  una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestre de algún ricacho de gustos  chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplar de la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares victoriosos!

Luego dijo:

—¿Qué desean ustedes?

El conde tomó la palabra:

—Deseamos continuar nuestro viaje, caballero.

—No.

—¿Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de tan imprevista detención?

—Mi voluntad.

—Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongo que nada justifica tales rigores.

—Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes retirarse.

Hicieron una reverencia y se retiraron.

La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento; se creían ya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entre las manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos, que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente se acercó a la mesa.

Bola de Sebo hizo treinta y una. El interés del juego ahuyentaba los temores.

Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.

Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:

—El oficial prusiano pregunta si la señorita Isabel Rousset se ha decidido ya.

Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:

—Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!

El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Se negó al principio, hasta que reventó, exasperada:

—¿Qué quiere?... ¿Qué quiere?... ¿Qué quiere? ¡Nada! ¡Estar conmigo!

La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamor de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa. Las monjas callaban, con los ojos bajos.

Cuando la efervescencia hubo pasado comieron. Se habló poco. Meditaban.

Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una partida de encarte, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie sólo pensaba en sus descartes, ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a repetir:

—Al juego, al juego, señores.

Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hasta se olvidaba de escupir y respiraba con un estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma, desde los más graves y profundos a los chillidos roncos y destemplados, que lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.

No quiso retirarse cuando su mujer muerta de sueño, bajó en su busca, y la vieja se volvió sola, porque tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.

Cuando se convencieron de que no era posible arrancarle ni media palabra, le dejaron para irse cada cual a su alcoba. Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Se entretuvieron dando paseos en torno de la diligencia.

Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; ya casi odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvar las apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?

Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su opinión.

Al mediodía, para distraer el aburrimiento, propuso el conde que diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjitas pasaban las horas en la iglesia o en casa del párroco.

El frío, cada vez más intenso, les pellizcaba las orejas y las narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio. Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón oprimido y el alma helada.

Las cuatro señoras iban delante y las seguían a corta distancia los tres caballeros.

Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio tan humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.

El señor Carré-Lamadon hizo notar que si los franceses, como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los otros dos en cuidado semejante ocurrencia.

—¿Y si huyéramos a pie? —dijo Loiseau.

—¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras? —exclamó el conde—. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de guerra.

—Es cierto; no hay escape.

Y callaron.

Las señoras hablaban de vestidos; pero en su ligera conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.

Cuando apenas le recordaban, apareció el oficial prusiano en el extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del barro las botas primorosamente charoladas.

Se inclinó al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.

La moza se ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas padecieron la humillación de que las viera el prusiano en la calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.

Y hablaron de su empaque, de su rostro. la señora Carré-Lamadon, que por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsar a no pocas mujeres.

Ya en casa, no se habló más del asunto. Se cruzaron algunas acritudes con motivos insignificantes. la cena, silenciosa, terminó pronto, y, cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el hastío.

Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.

La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura en casa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.

Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje.

Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.

Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo estallar:

—No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Si la conoceremos! En Ruán lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí, señora, el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa. Y hoy, que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud, ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: “Esta quiero”, y obligar a viva fuerza, entre soldados, a la elegida.

Se estremecieron las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano.

Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.

Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:

—Tratemos de convencerla.

Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todos opinaban en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, para no proferir palabras vulgares.

Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospecharía el argumento de la conversación; de tal modo se cubrían con flores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiende a las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal aventura las divertía y esponjaba, sintiéndose a gusto, en su elemento, regocijándose en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla siquiera.

Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El conde se permitió alusiones bastante atrevidas —pero decorosamente apuntadas— que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audacias no lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea, expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos: “¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?” La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menos al prusiano que a otro cualquiera.

Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes, quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que debieran abrir al enemigo la ciudadela viviente.

Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al asunto.

Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de Sebo, pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.

Callaron, y la sorpresa prolongó aquel silencio, no permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretas de salón, dirigió a la moza esta pregunta:

—¿Estuvo muy bien el bautizo?

Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó con esta frase:

—Algunas veces consuela mucho rezar.

Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con ella, para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.



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